domingo, 10 de abril de 2011

PUBLICACIÓN SEMANAL - RELATO 11 - II CONCURSO DE RELATOS AL WADI 2009: "Rememoranza"


REMEMORANZA


Seudónimo: Lambda

     El grupo de chicos pasea por la calle, divertidos. Se empujan unos a otros, y se gastan bromas mientras miran a las jóvenes que se cruzan en su camino. Al fin y al cabo son las cosas de la adolescencia: pasarlo bien y no complicarse en exceso la vida.

     Son seis chicos, de edades que van entre los dieciséis y los veinte años. Altos, fuertes, inquietos, ellos son el producto típico de una sociedad en la que las penurias son cosa ya del pasado... al menos para una parte de la población, Uno de ellos, quizá el más joven, sonríe con picardía y una cierta timidez a un par de chicas que pasan a su lado. Apenas ellas le devuelven la mirada, aparta los ojos y se avergüenza de su gesto... pero quiere demostrar a sus amigos que él también es muy hombre.

     Tiene el pelo negro y ensortijado, y lleva un pendiente en forma de estrellita en su oreja derecha. Viste muy a la moda, con pantalones que parecen vayan a caérsele en cualquier momento, una camisa de un color verde militar, algunas cadenitas colgadas al cuello y unas espectaculares y brillantes zapatillas de una conocida marca deportiva.

     Nada diferente en su atuendo a lo que es habitual en muchos jóvenes de su entorno. Sus amigos visten de forma parecida, y el grupo, en su conjunto, desentona poco de cualquier otro grupo de chicos de esta ciudad o de cualesquiera otras del país, aunque poco tiene que ver con las modas y los gustos de sus mayores.

     Entre bromas y conversaciones insustanciales, el grupo pasa por una antigua y estrecha calle del barrio en la que, desde hace varios años, grupos de inmigrantes han ubicado sus pequeños negocios; teterias, confiterias, tiendas de recuerdos... La mayoría procede del Norte de África, pero los hay también de Somalia, Etiopía, Senegal y otros muchos países que los muchachos ignoran incluso que existan.

     A estas horas todo está cerrado y sólo uno de los bazares permanece abierto. El líder del grupo, aprovecha que a ahora casi nadie pasa por la calle y empuja, sin motivo alguno, una de las mesas que un vendedor tiene a las puertas de su local, desparramando todos los objetos que tenía encima por el suelo; sortijas, pendientes, y abalorios diversos. Un par de vasos de té se rompen con estrépito, y un alarmado hombre de tez aceitunada sale de su local, se lleva las manos a la cabeza y exige al grupo de adolescentes -que no se ha movido del sitio- que se justifique de algún modo. El hombre, en principio alterado y furioso con razón, calla casi al instante cuando los jóvenes se le encaran, sonrientes, y alguno de ellos enarbola, arrastrándola como una culebra por su pecho, una afilada navaja. No hay amenazas verbales: no hacen falta, los gestos lo dicen todo. El vendedor, sabiendo que nada bueno puede sacar de todo aquello sintiéndose solo porque no hay nadie cerca que pueda ayudarlo, se agacha para recoger lo poco que pueda salvar del desastre.

     -¡Vete a tu puto país, moro de mierda! -le dice el jefe del grupo agresor.
     -Sí, ¡vete y no vuelvas más! - le secunda Pedro, que tiene alguien en quien verse reflejado. Alguien fuerte y que sabe lo que quiere.

     Se ríen y se marchan, alegres y más confiados que nunca, y dejan atrás al desconsolado hombre. Con dieciséis años recién cumplidos, Pedro se siente en la flor de la vida, y está dispuesto a comerse el mundo. Si hay chicas guapas, y tiene dinero en el bolsillo, nada le parece imposible, y nada le resulta demasiado.

     -Hasta mañana - se despide Pedro del grupo y, mientras los ve alejarse, saca las llaves de su casa y se dirige al portal del bloque de pisos en el que vive con sus padres, con los "viejos". Piensa que, al fin y al cabo, los dos pasan de los cuarenta años y son unos auténticos vejestorios.

     Sube las escaleras de dos en dos, en un gesto loco de rebeldía inconsciente. Entra en su casa y atraviesa el silencioso y angosto pasillo, que ahora está a oscuras porque sus padres duermen. Los "viejos", como él los llama de forma un tanto despectiva, se acuestan pronto y casi nunca están despiertos cuando él vuelve de sus correrías juveniles.
     Pasa casi de puntillas junto al dormitorio de sus padres, y llega hasta su habitación. Entra dentro y cierra la puerta a sus espaldas. Enciende la luz y, entonces, se encuentra con la figura de su padre, que está sentado en la cama y lo mira fijamente, y con tristeza.

     -¡Qué haces en mi cuarto!- grita, pero su padre se lleva un dedo a los labios y le pide que baje la voz.
     -Quiero hablar contigo, Pedro - el maduro hombre, cuyas sienes ya están cargadas de canas, le hace gestos con la mano para que se siente. Pedro lo hace en la silla que tiene junto a la mesita del ordenador.
     -¿No puedes esperar a mañana? Tengo sueño - replica.
     -Tiene que ser ahora, esta noche, y sin que tu madre esté presente - La voz del padre es neutra, aunque hay un deje de melancolía y parece la de un hombre herido en el alma.

     Pedro no responde, y se limita a suspirar. Teme que la noche va a ser muy larga y pesada. Extiende sus piernas y cruza sus brazos, en una actitud deliberada para manifestar su desgana a mantener una conversación mínimamente trascendente.

     -¿Qué has estado haciendo hoy? - le pregunta su "viejo". Pero la pregunta no parece tal sino una mera excusa para hacerle hablar.
     -Lo de siempre, dar unas vueltas, tomar unas copas... - Pedro no entiende a qué viene aquello. ¿Estará chocheando su padre? Casi nunca hablan y, si lo hacen, es de cosas fútiles, banales, casi por compromiso. Al fin de cuentas son generaciones muy distintas, con problemas diferentes y que jamás se comprenderán.
     -¿Lo de siempre, Pedro? - la mirada es profunda. Es la de alguien que sabe más de lo que su interlocutor supone.
     -Sí, lo mismo de siempre - le contesta Pedro, que se siente molesto por aquel interrogatorio.

     Hay un largo silencio, y ambos se miran fijamente hasta que Pedro, con una vergüenza sobrevenida por no sabe qué motivo, aparta su vista de los encendidos y vidriosos ojos de su padre y la dirige a un póster antiguo que está medio desclavado de la pared.

     -¿Lo mismo de siempre es maltratar a un pobre inmigrante? - La pregunta es directa, dura e inesperada - ¿Insultar a una persona porque es de otro país, de otra raza o porque, simplemente, es más miserable que tú? - Las palabras brotan como balas de los labios endurecidos del padre, de la garganta reseca del hombre maduro, del alma herida de quien se sabe fracasado con sus hijos.
     -Yo no hago nada de eso... - replica Pedro, sin mucha convicción, pero los ojos de su padre, ¡esos ojos! lo atraviesan. Tiene que apartar de nuevo su mirada, y comienza a dar golpecitos en el suelo con sus zapatillas, sin poder remediar aquel repentino ataque de nervios.
     -No me niegues una verdad como esa - el tono de su padre ha subido en intensidad. Ya no lo ve como un "viejo chocho", o alguien caduco y que tiene que dar paso a la juventud, a "su" juventud. - Amigos míos, conocidos de toda la vida en los que deposito toda mi confianza me han dicho que ya te han visto varias veces con un grupo de chicos. Y que os dedicáis a esa "diversión" de insultar o golpear a inmigrantes.
     -No es verdad... - pero las palabras van cayendo en el olvido, y los hechos salen a la luz. Pedro se ve acorralado, y siente latir con más fuerza su corazón y replica, casi sin pensarlo - ¡Sí, es verdad! ¿Y qué tiene de malo, padre? ¿Acaso no estás en el paro por culpa de ellos? ¿Acaso no nos dan trabajo a los jóvenes porque "ellos" nos lo quitan? - Levanta la voz un poco más y es, entonces, cuando su padre se incorpora y se dirige a él. Por un momento Pedro teme que le vaya a propinar una bofetada, pero no es así.
     -Te voy a enseñar una cosa - su padre parece más avergonzado por la confesión de su hijo que preocupado por descubrir que sus sospechas son fundadas. Pedro se levanta de la silla y le sigue en dirección al comedor.

     Antes de llegar, sin embargo, su padre le hace parar ante la puerta del pequeño trastero. A continuación la abre con cuidado y enciende la bombilla del interior. Un montón de objetos, la mayoría trastos inútiles, se acumulan en un pequeño espacio: apenas unos pocos metros cuadrados ganados al resto de las habitaciones. Su padre penetra en el interior, y rebusca en la parte más baja de la tarima que se halla al fondo.
     Tras un pequeño rato buscando con cuidado, para no hacer ruido, saca un gran bulto envuelto en una enorme bolsa de plástico que no deja ver su contenido.

     Siempre en silencio, se dirige después al comedor, y Pedro le sigue, sin poder dejar de mirar aquel extraño objeto que ha cogido su padre.

     Su padre se sienta en el sofá, y él en una de las sillas del comedor. Apoya sus codos sobre la mesa y se pone las manos en las mejillas, a la espera de un largo discurso o de una aburrida perorata. Nada de aquello ocurre. Su padre, con parsimonia y cierto nerviosismo, saca una gran maleta de color verde oscuro y vieja, y la coloca junto a él, en el sofá. Pedro recuerda haber visto antes una parecida, en algún sitio, pero no sabe dónde.

     -¿Qué ves aquí? - la pregunta sobra, pero Pedro intuye que no es más que una forma de romper el silencio y de hacerlo hablar de nuevo.
     -Una maleta antigua y casi destrozada - contesta, y simula una muesca de asco.
     -Sí, es vieja y está inservible - su padre esboza una sonrisa. Por vez primera la mirada de su padre parece perdida más allá de la habitación, como si observara otro paisaje, u otro tiempo. Un murmullo de protesta que surge de la garganta de su hijo lo vuelve a la realidad. - ¿No sabes su historia? - esta vez la pregunta pretende acrecentar la curiosidad del joven. Pedro niega con la cabeza, pero en su interior quiere saber a qué viene todo este asunto, que intuye más grave de lo que parece.
     -Termina, padre, que se hace tarde - ruega, sin tener esperanza de que su solicitud sea atendida.
     - Esta maleta perteneció a tu abuelo, mi padre - A la luz trémula de una pequeña lamparita situada en una de las esquinas del comedor, el rostro del hombre envejece con rapidez y, por un breve instante, Pedro cree estar viendo a su fallecido abuelo.
     -¿Y qué? Un viejo recuerdo de familia - pero su voz se casca nada más nacer - Un trasto inútil e inservible - sus palabras son un mero escudo para defenderse de lo que pueda venir a continuación.
     -Un mero recuerdo... - musita su padre. Luego levanta su rostro y su mirada se endurece - Esta maleta tiene toda una larga historia tras de sí. Con ella mi padre, tu abuelo, se marchó al extranjero. En ella metió sus pocas cosas y una foto de tu madre, una joven de apenas 18 años, y de un bebé recién nacido, a los que no volvería a ver en varios años - Los recuerdos son duros, el hombre lo sabe, pero tiene que seguir. Seguir mientras ve como el rostro de su hijo comienza a cambiar, y su frente ceñuda da lugar a un ligero temblor en las manos.
     -Recuerdos... - la palabra se pronuncia tan bajo que apenas se oye. Pedro quiere protestar, poner peros, pero se deja llevar. Quería a su abuelo más de lo que, cree, quiere a sus propios padres.
     -Esta maleta... - el padre golpea dos veces el duro cuero- Esta maleta viajó de manos de un hombre joven por media Europa. Buscó su sitio entre cientos de miles de otras iguales, que eran llevadas por manos encallecidas, por hombres desesperados que necesitaban buscar el sustento de sus familias en otros lugares. Esta maleta... – dos golpes de nuevo, más suaves, dados con cariño- nos llevó a tu madre y a mí en una foto que se fue gastando conforme pasaba el tiempo y los kilómetros eran devorados por vetustos trenes. Esta maleta viajaba en vagones atestados de emigrantes, o inmigrantes, según el punto de vista que quieras tomar, Pedro.

     El chico recordó a su abuelo. La memoria gasta, a veces, malas pasadas, pero otras nos devuelve alegrías y momentos que nunca deberían haberse ido. El abuelo le acariciaba el rostro con sus manos duras y trabajadas, y le contaba historias de países lejanos, pero siempre situadas en lugares idílicos donde todo el mundo era feliz y nadie lo pasaba mal. También lo recordaba gastado, cargado de múltiples dolencias que pronto le llevarían a la tumba. Pero de sus labios no había salido nunca una queja de su vida anterior. Y ahora llegaba la historia que le contaba su padre, y todo comenzaba a encajar como en un rompecabezas al que, hasta entonces, le faltaban piezas.

     -Y esta maleta -continuó su padre- vino con él desde un país montañoso y casi desconocido de Centroeuropa. Antes nos había ido llegando el dinero, con lo que mi madre había superado las penurias, y después de lo que pareció un siglo sin su presencia, llegó mi padre. Yo ya tenía cerca de tres años - su mano se cerró en un gesto de dolor - ¡Tres años sin ver a mi padre que, ahora, me parecía un desconocido! Estaba un tiempo con nosotros y, después, se marchaba otra vez al extranjero. Un día, por fin, nos llevó con él.
     Tuvo que ser un tiempo muy duro, se dijo Pedro, porque alguna lágrima furtiva resbaló por la mejilla de su padre. Se levantó de la silla.

     -Tiempos en los que nos sentíamos desubicados, lejos de casa, en mitad de una tierra que, a veces, nos miraba como extraños. Pero no había, afortunadamente, nadie que nos golpease o arrojase al suelo. Aunque sí que hubo miradas, y frases hirientes... la lágrima resbaló hasta el labio de su padre, que temblaba un poco. Se llevó la mano hasta la boca y se secó aquel desliz sentimental.

     Pedro se acercó hasta su padre y se sentó junto a él. Entre ellos quedó la vieja maleta del abuelo.

     -Lo siento, papá - murmuró al oído de "su viejo", y le cogió con suavidad la mano- Y en ese preciso momento su abuelo se transformó en un viejo hombre de tez oscura que suplicaba misericordia.

     Su padre le miro al rostro. Sus ojos ya no tenían la dureza del principio sino que estaban cargados de añoranza y dolor, de pérdida y superación. Se apretaron las manos con fuerza y las dejaron reposar sobre la maleta de cuero del trastero. Y así permanecieron en silencio durante toda la noche.

sábado, 2 de abril de 2011

PUBLICACIÓN SEMANAL - RELATO 10 - II CONCURSO DE RELATOS AL WADI 2009: "El Recuerdo de la Felicidad. Diario de un Adiós"


El recuerdo de la felicidad. Diario de un adiós

A mi abuelo, que en paz descanse.

La muerte no es el final de la vida. Simplemente es el envío del alma desde el cuerpo al
Etéreo; un traspaso de lo físico a lo psíquico, de lo terrenal a lo esencial... Pero es esa esencia la que ayuda a no terminar jamás con lo más preciado que nos regalaron en este mundo: la vida.
Y a pesar de tener ese pensamiento, cuando sufres una pérdida es inevitable no entrar en estado de tristeza. Una tristeza que puede variar en su manera de expresión, de recepción y de aceptación, pero una tristeza que siempre sufrimos en el mismo lugar de nuestros cuerpos: el corazón.
En mi caso ya han pasado seis meses. Seis meses después de un miércoles raro e intenso para mí. Seis meses con un hueco vacío, recordando algo (a alguien). Seis meses desde esa primera experiencia que nunca quieres tener, pero que desgraciadamente siempre tiene que llegar. Seis meses mirando hacia delante. Seis meses desde que nos dejaste en esta tierra de mortales injusta y desagradable. Ya hace seis meses...
En un frío día de invierno, a setenta y dos horas de mi décimo octavo cumpleaños, nace esta historia. MI HISTORIA:

Abla (Almería); miércoles, 25 de febrero de 2009.

06:30 h. En mi móvil (una hora antes de lo normal) comienza a sonar una relajante melodía: el despertador me llama. En adelante, me esperaba mi último día de clase con 17 años: examen de historia (de ahí mi madrugón), una serie de actividades en honor al día de la comunidad andaluza, una tarde de fútbol can los amigos, un "acueducto" impresionante de cinco días, mi cumpleaños,...
¿Qué podía salir mal un miércoles como ése?
Sin yo poder imaginarlo, muy cerca de mí, una luz terminaba de brillar, apagándose poco a poco...

06:45 h. Subiendo las escaleras, camino del cuarto de baño para despejarme y comenzar con mi repaso de historia, me encuentro a mi madre casi al final de éstas.
-¿Pero qué hace despierta tan temprano? No es normal... -pensé para mí. La misma pregunta me dirigió ella en un tono un poco alterado, lo que también me extrañó. Pero bueno, a esas horas no estaba muy por la labor de darle al coco, así que seguí a lo mío.

07:00 h. Sobre la mesa del mini-comedor de casa se encontraba mi desayuno matutino: un considerable tazón de leche ardiendo con dos cucharadas de Nesquik y un paquete de galletas María. A su lado, los apuntes de la II República. Tenía poco más de una hora para repasar lo que me ayudaría a superar mi segundo examen de historia e intentar remontar aquel 5,5 del primero.

08:05 h. Mochila a cuestas, bajo más escaleras y entro al bar.
-¡Buenas! -Saludé como cada mañana, mientras cruzaba la alta pero estrecha puerta que daba acceso a la zona de camareros.
-¡Buenos días! -respondió mi padre, que se encontraba en su tempranero puesto de trabajo. Detrás de la barra se encontraban algunos clientes tomando su café de por la mañana, unos cuantos periódicos esturreados y la televisión contando las primeras noticias del día. Yo cogí la monedita y me despedí. Lo de siempre, vamos. Y salí camino al bus.

08:25 h. Llego al instituto. Allí, preparados litros y litros de batidos, kilos de tomate, jamón y pan para el desayuno andaluz, los músicos ultimando el himno, los más pequeños totalmente locos, corriendo por todos lados. Eso sólo podía significar una cosa: día de Andalucía a la vista.

08:30 h. Primera clase: matemáticas. Paco nos estuvo hablando de números, símbolos, fórmulas,... Como siempre, una clase entretenida e interesante. Y aunque sea una de las materias con peor fama en bachillerato, yo, vuelvo a insistir: ¡matemáticas ha sido la leche!

09:30 h. Segunda clase: dibujo técnico. Guillermo nos 'obsequió' con un rato de sistema
diédrico para 'alegrarnos' el cuerpo. Como venía siendo normal, salí con cara de póker: aquello y yo no nos llevábamos bien.

10:30 h. Tercera clase: física. Estuvimos dos en el aula más el profesor, así que aprovechamos para repasar historia y hablar un poco.
Mientras, a 8 kilómetros de distancia, aquella luz daba sus últimos rayos. En cuestión de minutos se apagaría... para siempre.

11:30 h. Llega la hora del himno, los bocatas y la cuenta atrás para el examen. La puerta principal del I.E.S. Sierra Nevada está abarrotada de alumnos, profesores, padres y madres. Unos disfrutan con la izada de las banderas, otros muestran actitud pasota, otros están sumidos en nervios, otros ya se han ido...

12:00 h. (A una hora del examen). Comienzan las actividades. Me dirijo a consejería, abriéndome paso a codazos entre la muchedumbre, en busca de las llaves del gimnasio para proseguir con el torneo de ping-pong. Mi objetivo era jugar rápido para continuar repasando el examen; los nervios me estaban haciendo olvidar cosas. Así que cogí la raqueta acelerado y así me fue: el pequeño me destrozó por 11 puntos a 7.

12:34 h. (A veintiséis minutos del examen). Estaba en clase repasando cuando recibo una llamada de mi hermano:
-Nene, ¿has hecho ya el examen? -Me preguntó de sopetón, evadiendo cualquier saludo típico en él.
-Eh... No... Aún no, ¿por qué? Es a la una... -respondí un poco extrañado por esa llamada tan directa- ¿Quieres algo?
-No, no... ¡Me he equivocado! -Su respuesta terminó de desencajarme. De alguna manera u otra, no me sonaron creíbles aquellas palabras. Terminamos de hablar y volví al aula.

12:50 h. (Un suspiro para el examen). Alfonso estaba al caer; en cualquier momento cruzaría esa puerta cargado de exámenes. Comencé a sentirme un poco mal, estaba ardiendo y hecho un manojo de nervios, así que bajé al baño a refrescarme. Cuando salía, vi que Alfonso ya iba para arriba. "Vamos allá".

13:00 h. (Examen sobre la mesa). Todos sentados y dispuestos a hacer frente a tres cosas: Constitución de 1931, reformas agrarias y laborales y un comentario en el que, o hablabas del Frente Popular, o por tu bien atina con las otras dos. Teníamos hora y media.
Durante la prueba, me liberé un poco de nervios mientras respondía con confianza las preguntas: la constitución era asequible, las reformas jugosas y el comentario perfecto para bordarlo. Si los nervios no traicionaban mi cuerpo frágil, todo iría bien.

14:20 h. (Acabé el examen) cogí mis cosas y me dirigí a coger el autobús. Iba algo contento, ya que creía que había ido bien (y así fue: saqué un 8,5). Pero en aquel momento no quise ni especular, ya sólo me importaba aquel mega-puente que empezaba. Un mega-puente que se hundiría conmigo al pisarlo.

Y es que toda la felicidad que yo podía contener se transformó en humo al pisar el edificio principal del instituto. Al final de pasillo, entre un montón de niños y algunos profesores pude distinguir perfectamente la figura de mi hermano. Un muchacho de 26 años que solía realizar sus obligaciones laborales esos días y a esas horas, o lo que es lo mismo, que tenía que estar trabajando, ¿qué estaba haciel1do allí? Se lo pregunté.
-¡¿Pero qué haces tú aquí?! - en mi cabeza nacieron infinidad de historias que pudieran desviarme momentáneamente de la realidad: una charla sobre alimentación saludable, vacaciones anticipadas por fiestas regionales, le había tocado el Euromillones y venía a regalarme un coche híbrido,... (Casi) cualquier razón me valía para comprender su presencia aquel día. Pero nada más lejos de la realidad, él tenía otro motivo bien distinto para aparecer por allí.
-Nene, ¿cómo te ha salido el examen? - preguntó con la intención de evadir un poco esa situación en la que nos encontrábamos.
-Pues bien, supongo, yo que sé... ¿Qué haces aquí? - volví a insistir.
-¿Aún no lo sabes?
-David... Papajuán... ha muerto.

Mi reacción al conocer la muerte de mi abuelo materno fue de sorpresa, no me lo creía, o no me lo quería creer, quizá las dos. Me senté un poco para intentar asumirlo, cabizbajo y triste. Algunas personas se dirigieron a mí, pero ni siquiera recuerdo sus palabras. Estaba bloqueado.

14:45 h. Llegamos a casa mi padre, mi hermano y yo. Estaba totalmente vacía, como pocas veces lo había estado. Ellos comieron algo, pero a mí no me entraba ni un bocado.

15:00 h. Fuimos al velatorio. Era mi primera visita a ese lugar tan triste y desolador, y sería la primera vez que mis ojos contemplarían un cuerpo inerte, apagado, como dormido... sin vida. Desgraciadamente, no será la última. Como persona humana, sé y comprendo el curso de la naturaleza, pero no quiero ni pensar cual será esa fecha tan inesperada de regresar a ese lugar. Pero... hay que seguir adelante.

Allí había bastantes familiares y amigos. La pena se podía palpar en el ambiente.
Abracé a mi madre que, como siempre, quería hacerme ver que ella estaba bien y era yo quien podía estar mal (ella siempre está ahí). Pero no mamá, aquel día no. Ese miércoles quien necesitaba a los demás eras tú (a los que siempre nos tendrás).
Después fui a ver a mi abuela, quien estaba en la otra parte del recinto. Me dirigí cabizbajo porque en cuanto alzase la mirada podría ver el cuerpo de mi abuelo tras el cristal. Yo no sabía cómo iba a reaccionar: podría arrancar a llorar, desvanecerme de la impresión, gritar... Pero nada, apenas tuve reacción; seguía bloqueado. Las palabras que mi abuela me susurró cuando me incliné a besarla no serán fáciles de olvidar:
-Hijo mío, ya no te llamará más... Nunca más.

15:45 h. Salí del lugar, ese ambiente me hacía sentir mal. Durante toda la tarde, permanecí sentado en las escaleras laterales mirando el paisaje, sin pensar demasiado y escuchando a la gente llegar. A veces me acompañaba mi hermano, a veces estaba solo y a veces en grupo. Pero siempre ausente.

18:00 h. No tenía muchas ganas de nada, pero mi cuerpo llevaba horas sin probar bocado, así que nos acercamos mi padre y yo a un bar cercano a comer algo. A la vuelta, volví a entrar al velatorio para sentarme en una esquinita.

20:30 h. Mi hermano también quiso despejarse tomando algo, así que volví al bar con él. Al rato, comencé a sentirme cansado: llevaba catorce horas despierto, y prácticamente todas sentado, así que pedí a mi hermano que me acompañara a casa.

21:45 h. Una vez allí, me tumbé en el sofá a descansar. De camino venía mi hermana, que llegó prácticamente cuando mi hermano salía. Me preguntó que si iba a bajar otra vez, pero mi cuerpo no aguantaría más aquello. Me quedé dormido en el sofá.

23:00 h. Volvieron mis hermanos y todos nos fuimos a la cama, a intentar dormir.
“Mañana será otro día".
Abla (Almería); jueves, 26 de febrero de 2009

Segundo día. A lo largo de la mañana, fuimos amaneciendo todos los que en esa noche dormimos, por primera vez, lejos de él. En pocas horas (a las cuatro), se procedería a darle el último adiós.

12:00 h. (Cuatro horas para la misa). Todos estábamos listos para volver al tanatorio. Allí seguían mis padres, mi abuela y algunos tíos y tías, que habían estado durante toda la noche al lado de él.
Pasamos la mañana allí, ultimando los detalles de la misa: lecturas, estandartes, flores,... y una hora antes de la ceremonia, volvimos a casa.

15:35 h. (A veinticinco minutos de la misa). Mis hermanos y yo nos dirigimos a la iglesia para cada uno tomar su lugar en la ceremonia. El final se acercaba.

16:00 h. (Comenzaba la misa). A pesar del frío, la hora y la fecha, la puerta de la Iglesia de Abla estaba a rebosar. Sus más allegados se dirigían al interior entre lágrimas, mientras algunos hijos y nietos trasladaban el féretro. Por delante y con paso lento y triste, desfilaban dos coronas de flores, un ramo, los cuatro estandartes y, por último, la bandera (que recayó en mis manos). En el interior, no cabía un alma.
Él siempre le decía a mi padre que no quería un entierro de tercera, que quería uno de primera. Y así fue. Abuelo, deseo cumplido.
La misa se desarrolló con normalidad. Durante las lecturas, las lágrimas eran visibles, pero no llevaron a la interrupción. Y para mí, aún quedaba lo peor...

16:45 h. (Momento del pésame). Al lado del féretro se colocaron dos de mis tíos y mi padre. En frente, en sus asientos, estaban mi madre y mi abuela, entre otros. Yo me encontraba en la segunda fila, viendo como justo delante la gente pasaba y pasaba mostrando sus condolencias a la familia.
Mi bloqueo ya estaba a punto de desaparecer. Y ese momento llegó cuando una de esas personas se abrazó efusivamente con mi madre. Se sumieron en lágrimas de dolor, al igual que yo: mi cuerpo pasó de un estado frío y apartado a uno más sensible y desconsolado: rompí a llorar.
Todo lo que no había llorado en mi vida, lo lloré en esos minutos. Mis ojos se volvieron como dos charcos de agua sucia en tono rojizo, y no quise que la gente se percatara de ello, así que me puse las gafas de sol tan rápido como reaccioné, pero mi madre ya estaba abrazada a mí.

-No llores... Tranquilo. - me susurró intentando consolarme. Pero yo no podía parar.
Bajo el tinte negro de aquellas gafas, se encontraban los llantos de un joven que nunca más volvería a ver a su abuelo. ¡Jamás!

17:00 h. Una vez que ya se me había pasado el ataque de lágrimas, nos dirigimos al cementerio para darle eterna sepultura. El número de personas había disminuido, pero el ambiente seguía igual que al principio. Los operarios se encargaban de introducir cuidadosamente el ataúd en el nicho, mientras los mortales derramábamos las últimas lágrimas. Poco a poco, el agujero se iba cerrando... para no abrirse más.

Ésa fue la última fase, el adiós definitivo, el final de NUESTRA HISTORIA.
Al darnos la vuelta, comenzamos una nueva vida, dejando atrás un cuerpo que jamás volvería a relucir, pero un alma que siempre está con nosotros.
Hoy, seis meses después, la vida sigue, pero no igual.  Aun así, siempre nos quedarán los mejores momentos. Siempre nos quedará... el recuerdo de la felicidad.

Fin

domingo, 27 de marzo de 2011

PUBLICACIÓN SEMANAL - RELATO 9 - II CONCURSO DE RELATOS AL WADI 2009: "Algo que Decirte"

Algo que decirte




PUERTO BRANDSEN



Valientino] Hola, Somantha. ¿Cómo va la tarde?

Tiempo estimado de respuesta, entre cinco y veinte segundos. Sin respuesta pasado el minuto: reintento.

Valientino] ¿Somantha? ¿Estás ahí?

Silencio, silencio visual en la pantalla del ordenador. Silencio virtual, más real imposible en el corazón enamoradizo de Valientino.

Valientino] Bueno, parece que no. Yo estoy por aquí, hablamos cuando quieras.

Una sensación difícil de filiar lo invadió nada más apearse del autobús. Había sabor a reencuentro en el aire de aquella ciudad que fue, que tal vez era todavía, la suya.

A los diferentes tiempos verbales conjugados en la búsqueda del más conveniente al retornado se fueron sumando desorientación, algo de extrañeza, y unas gotas de inquietud y hasta de expectación sutil replegada en su fuero interno a la espera de quién sabía qué.

No había taxis disponibles, de modo que podía esperarlos o no, y Blin eligió pasear. No caía lejos su destino y ya había esperado demasiado para alcanzarlo. A medida que avanzaba hacia su barrio de siempre, ganaba terreno también la añoranza, que avanzaba con él, siempre un paso por delante, marcándole el ritmo de los suyos propios, ralentizados ahora por el peso coaligado de nostalgia y equipaje. Toda su vida allí menos los siete últimos años. Siete años. Nunca pensó que podría pasar tanto tiempo fuera, atrapado por el magnetismo mítico del mítico Mediterráneo. Ni tampoco que fuese a tardar tanto en volver al seno entrañable y templado de su bruma norteña. El peso de siete años de ausencia, el peso también de siete años a secas, sin apellidos. Siete años atrás muy bien podía no haberme enterado de que llevaba esta maleta conmigo", pensó cambiándosela otra vez de mano.

Los cambios más perceptibles no dejaron de manifestársele por el camino.

Habían arreglado las aceras y repintado muchas fachadas, atenuantes estáticas del peso específico de su nostalgia. "Todos cambiamos, hasta las piedras". Confiaba en su propio aspecto modificado por el bronceado meridional y el pelo muy corto, amén del maquillaje biológico del tiempo transcurrido. Evitaba mirar demasiado a la gente que se iba cruzando, no tenía ganas de pararse con nadie por el momento, no tanto porque lo fuesen a reconocer como por reconocer él a alguien. Sólo quería dejar sus cosas, darse una ducha, puede que comer algo; y de abrazar a su hermana Rosa, por descontado.

Había podido adelantar el vuelo en dos días y no la encontró en casa cuando telefoneó para avisarla del cambio. Pero tampoco hizo después nuevos intentos. La sorpresa formaba parte, una parte importante, de los alicientes de la vida y conseguía siempre estimularla en positivo cuando las sorpresas, además de serlo, eran agradables.

Llamó al timbre y esperó. Pero no hubo respuesta. Bueno, tampoco tardaría mucho en llegar, que Rosina era muy casera. Por suerte las llaves de casa seguían operativas y le franquearon el paso a la vivienda que durante mucho tiempo había sido también la suya. Dejó en el suelo la maleta nada más cruzar la puerta y se detuvo por un momento a aspirar con profundidad complacida todo el aire que pudo, quizá con la esperanza de rastrear en él su pasado. Unos pasos instintivos lo condujeron luego a su antigua habitación. Cerró los ojos antes de mirar en su interior. Sí, era posible notar el aroma del pasado. El mismo que se desprendía del verde decaído de las paredes, del suelo de gastada moqueta azul, del antiguo ropero con una foto de los mejores Eagles, los de Hotel California. El pastel' juvenil sobre la cabecera de la cama, Daredevil: the man without fear, el cobertor con los colores de su equipo, "queridísimo Real Oviedo, cuánto me haces sufrir también en la distancia". Todo estaba tal y como lo recordaba, cómo lo había recordado muchas veces a lo largo de estos siete años transpuesto a orillas del Mediterráneo. Todo igual; hasta el calendario sobre la mesita de noche se había detenido en 1994. "¿Rosina, eres verdaderamente tan sentimental y detallista o sólo olvidadiza? sonrió, ladeando un poco la cabeza.

Había luz en la sala de estar. Una luz tenue, apenas un resplandor en la penumbra generalizada del incógnito retorno. Era el ordenador encendido, un clónico aún bastante vigente por lo que pudo leer en el indicador digital de la carcasa. También había un café a medio beber sobre la mesa. Parecía claro que Rosina había salido con prisa. No había de qué preocuparse, si la urgencia fuese realmente urgente, lo habría llamado al móvil, ella, tan enemiga de aquellos abanderados del consumo. Pero no de Harrison Ford. El salvapantallas elegido por su hermana era Indy Jones, no podía ser otro, látigo en mano y cara de linebacker de football listo para placar. Un leve movimiento de su mano sobre el ratón y el héroe vencedor de mil peligros se esfuma, incapaz ya de placaje alguno.

Valientino] ¿Te ocurre algo, nena? ¿No estarás enfadada por lo de ayer?

Rosina había provisto la nevera también con su cerveza favorita: rubia, fiable, alemana; brillante aun en la opacidad ocre de la botella. Destapó una y volvió al ordenador con una sonrisa maliciosa en los labios que no se iba con cerveza, más bien al contrario, quizá venía con ella...

Somantha[ Sí, estoy aquí. Y un poco enfadada, sí.
Valientino] Menos mal que me contestas. No me lo tomes en cuenta, por favor. Lo dije sólo porque me apetecía mucho verte, ya sabes las ganas que tengo de conocerte...
Valientino] Podíamos vernos este sábado, ¿eh? ¿Qué te parece?
Somantha[ Me gusta la idea.

Dijo instintivamente el cínico maquiavélico y burlón que habitaba en Blin. Pero era su hermana, sangre de su sangre. Tenía que levantar el pie. "Este tipo parece colado por Rosina, mejor no me complico. Tengo que sacármelo de encima".

Valientino] Estupendo, Rosa, no sabes la alegría que me das.
Somantha[ Bueno, pero ahora tengo un poco de prisa. Ya lo hablaremos con más calma en otro momento, ¿vale? Venga, hasta mañana.
Valientinol Espera, guapísima, ¿no vas a darme un beso antes de irte?

"Joder, esto se pone feo. Pero va, lo mejor será seguirle la corriente para que no sospeche".

Somantha[ A ver, ¿cómo lo quieres, Valientino? Preguntó el trasgo suplantador con no poco esfuerzo.
Valientino] ¡Esa es mi nena! Lo quiero como siempre, suave y húmedo, aquí, justo debajo del bigote, por favor.

"Puaaag, ¿quién me mandaría preguntarle nada!"

Somantha[ Mua. Nos "vemos" mañana. Que tengas un buen día.

Blin se sorprendió a sí mismo limpiándose los labios con el dorso de la mano antes de darle un nuevo trago a la cerveza que le quitara de la boca el mal sabor virtual.

Qué pelmazo de tío. Bueno, lo mejor sería retirarse por si volvía a por más. Pero el juego lo divertía, ya falta de algo mejor que hacer, optó por seguir jugando con la única preocupación de no toparse con el apasionado Valientino. Se hizo informar por el programa de las salas de chat disponibles: Arte y literatura, "no, no me va mucho"; 15 a 20, "no, gracias, ya se me pasó la edad"; Ligoteo, "no, mejor le soy fiel a Valientino, no sea que se me ponga celoso"; Cibersexo, "ufl peor todavía, que igual me lo encuentro allí dentro exaltado de pasión y dispuesto a rematar la faena"; Blue café, "bueno un café no podrá hacerme mucho daño. Mejor me tomo uno mientras llega Rosina", pensó, agotando las opciones del chat y la cerveza de la botella.

Las paredes llevarían siglos desconchadas, la suciedad de las cortinas ofendía la vista y no había nada salvable en el frugal y raído mobiliario hágalo usted mismo del estudio. El dueño le había dado cinta blanca y eso haría en cuanto le fuese posible: tirarlo todo a la basura y sustituirlo por algo medianamente salubre. Claro que pasarían al menos un par de meses hasta poder compensar con algo más que aire fresco el desalojo de tanta inmundicia, pues su sueldo no permitía muchas alegrías. Por suerte tenía consigo a su ordenador portátil, su más fiel compañía bajo cualquier circunstancia.

Una máquina-mascota que se adaptaba bien, mejor que nadie, a cualquier cambio de aires. Ahí estaba ahora mismo, imperturbable y digno sobre el hule floreado por pétalos de rosa con que para su protección había forrado aquella carcomida mesa provisional.

Se conectó a la red y consultó el correo mientras el buscador trabajaba. Leyó sus mensajes -nada importante- para luego desentrañar, al fin, el intríngulis de aquella misteriosa anotación en una hoja de bloc abandonada: Linternia, clave Surprise:

linternamágica. Http://www.surprise.es/chat. sugirió el buscador.

No había mucho ambiente, once usuarios, cuatro tan sólo hablando. De música, a lo que se veía.

Organigramix] Los Discóbolos son geniales, sí.
Santamadonna[ Yeso que están todavía en fase de lanzamiento, je, je.

Pensando en que decir, un recién llegado vino a ponérselo en bandeja, huérfana, por otro lado, y pese al nombre de la sala, de café alguno.

Karakono] ¿Alguien de Vallekas?
Somantha [ Sí, el Rayo. ;w)
Organigramix] XODD
Santamadonna[ Muy bueno, Somanta.
Karakono] ¿A qué te bajo las bragas y te doy otra somanta, tía borde?
Somantha[ Oye, que. yo no llevo bragas, vallecano sabrosón.
Karakono] ¿Qué te pasa, que no las usas para no perder tiempo, so puta?
Somantha[ No es eso. Es que soy un tío, compadre. Y no me quedan bien, que si no...
Karakono] ¿Llamándote Samanta, un tío? ¿No serás maricón?
Somantha[ No, si no me llama Almodóvar para algún casting. Oye, ¿quién atiende aquí?, tengo ganas de un café.

Nadie contestaba y el eco de la pregunta se aposentó sobre el fondo de la pantalla, poblándola de duda irresoluta y virtual. "Bueno, si no hay café, tendré que conformarme con otra cerveza", se dijo, permutando en la cocina un envase vacío por otro próximo a vaciarse.

Linternia[ ¿Cómo lo desea el caballero?

Le preguntaba a Blin la pantalla cuando volvió a encararla cerveza en mano. Al menos ahora no lo confundían con su hermana ni con ninguna otra mujer, esto había que celebrarlo. Y es que no hay como reconocer que eres un tío con nick de tía para que nadie vuelva a poner en entredicho tu género sexual.

Somantha[ Mmm, bonita camarera. Café solo, por favor, porque solo parece que estoy.

¿No querrás acompañarme, preciosa? Prometo no decirle nada al encargado y dejarte una buena propina...

Linternia[ ¿Debo entender que me invita a sentarme con usted?
Somantha[ Veo que lo has entendido a la primera, muñeca. Si entra alguien más, con levantarse a atender, asunto concluido. Y aquí paz y después gloria, je, je.
Linternia[ ¿Alternar con los clientes? Oh, no sé si debo...
Somantha[ Insisto, guapetona, sírvete lo que quieras y hazme un poco de compañía. Me encuentro tan solo...
Linternia[ Está bien. Pero prométame que sabrá comportarse; que soy una chica muy decente, yo.

Aquella Linternia era una cachonda mental. Le gustaba. Tanto que se le estaba haciendo muy, muy corta la sesión. Una fortuita sesión camino de las dos horas, ya. Un diálogo con mucho humor y salpicado de mil coincidencias mágicas, desenfadadas al principio, serias cuando derivaban hacia trascendencias sentimentales; toda una cúspide de emotividades por momentos. Descubrían coincidir en muchas cosas, y también iban ganando en confianza, en intimidad acotada entre la inexistencia de las paredes compartidas de aquel invisible cibercafé. La historia personal de las personas también se escribe con casualidades, más recordadas cuanto más felices.

Linternia[ Cada vez me alegro más de haberte visto
Somantha[ ¿Me has visto? ¿Puedes verme? Potentes tus ojos, mi dama...
Linternia[ ©. ¿Ves?, siempre terminas por arrancarme una sonrisa. ¿Cómo consigues mantener constante ese humor tuyo?
Somantha[ Eres tú quien lo inspira. Pero dime, si te gustan los hombres y si crees que tu vida mejoraría con una buena relación de pareja, ¿por qué no pones un poco de tu parte?
Linternia[ Me gustan, sí. Pero no quiero enamorarme de ninguno. No ahora. No es un buen momento. Mi vida ya está bastante liada.
Somantha[ Suena a tópico. No es más que una frase hecha, en el 99% de los casos.
Linternia[ No en el mío, te lo aseguro.
Somantha[ Lo de la vida liada, digo.
Linternia[ No sé, supongo que yo debo estar entre el lioso 1% restante. Pero es difícil créeme, no consigo arrancar.
Somantha[ Eso carece de importancia a menos que se sea un coche, je, je. Ahora en serio, veces también yo digo lo mismo, no te creas. Pero eso no quita para que sepa que en el fondo las cosas son mucho menos complicadas de lo que parecen. ¿Cómo no va a ser bueno el momento para algo que puede ser también bueno o aún mejor?
Linternia[ El tópico es cierto en mi caso. No es muy grave, pero me encuentro inoperante. No encuentro el camino a seguir.
Somantha[ ¿No encuentras el camino? ¿Tú, que "iluminas" el mío?
Linternia[ Sí. Estoy en una dualidad constante.
Somantha[ ¿Dualidad? ¿De qué tipo?
Linternia[ Entre lo que hago y lo que quiero hacer, lo que tengo y que quiero tener.

Estoy en una etapa nueva y difícil. Todo un lío, como puedes comprobar.

Somantha[ Hay que jugar con lo posible y explotarlo a tope. Lo posible puede dar mucho juego, no hace falta recurrir a la ciencia-ficción para emocionarse.
Somantha[ Aunque también viene bien soñar de vez en cuando. Dicen que sólo soñando con lo imposible se realiza lo posible. En fin ...
Linternia[ Sí, se dicen muchas cosas; hay para escoger, ¿verdad?
Somantha[ Cierto. ¿Qué te gustaría conseguir a ti? ¿Algo en concreto?
Linternia[ Es muy denso, de veras, y ahora no me encuentro con ánimo para hablar de ello. Es por una cosa que me pasó sin querer y me trae a mal traer.
Somantha[ No creo que lo que quieras conseguir, que la dualidad de tu vida dependa sólo de un terna concreto. Eso es bastante difícil. Siempre suele haber algo más, más temas de uno.
Linternia[ Ya, pero todo se complica por momentos.
Somantha[ Es que vuestro sexo es complicado por definición, querida.
Linternia[ Ja, ja, ja. Nuestro sexo no es complicado, qué va a ser.
Somantha[ No sé por qué me da que le has puesto un cerrojo a tu corazoncito. Y es una pena. ¿No sería mejor reservar tu resistencia para fines más saludables que refrenar tus propios sentimientos?
Linternia[ Que no es eso, de verdad. Joder, ¿por qué será todo tan complicado?
Somantha[ Creo que me estoy metiendo donde nadie me llama, olvídalo.
Linternia[ Yo lo que creo es que hay un error de base.
Lintemia[ Mira.
Somantha[ Miro, pero nada veo.
Linternia[ No voy de corazón duro, puedes creerme. Al contrario, soy muy sensible.

Pero tampoco me enamoro con frecuencia. Uf, me cuesta hacerme entender.

Somantha[ Eso no tiene nada que ver para reprimir tus sentimientos. Si los reprimes es porque hay algo más que el tópico del momento bueno o malo,
Lintemia[ Que no los reprimo, de verdad. Sólo que he aprendido de mis errores.
Somantha[ Los errores sólo se corrigen acertando, no reprimiendo.
Linternia[ Pero de veras que no me reprimo, no creas que tengo miedo a vivir o algo así.
Somantha[ Bien, pero hablas del momento, como si el momento lo fuese todo y te equivocas. El momento sólo es parte de ti, eres tú quién decide,
Somantha[ y los dos sabemos que hay algo más que un momento mejor o peor.
Linternia[ Siempre hay algo más, Perdona un momento, voy a vestirme,
Somantha[ ¿Estabas desnuda?
Linternia[ Sí, tesoro.
Somantha[ Desde luego, vaya poco que me fijo; debo de estar perdiendo facultades …

Vestido el cuerpo, pronta a desnudar la verdad, Linternia anuncia su vuelta al espacio engañoso del BIue café con un escueto Ya. Blin quería concretar algo, acabar con todo cuanto antes. Antes de que volviesen a llenar la casa Rosina y la realidad no virtual, su propio yo reubicado en sus queridos orígenes, la interrogante mayúscula del hueco descubierto en el corazón.

Somantha[ Mat•isa... , noto como que estuvieses intentando decirme algo y no supieses cómo. Quiero que sepas que te escucho y que si puedo ayudarte en algo lo voy a hacer.
Linternia[ Gracias, pero no te preocupes por mí. Ha sido un día muy largo.
Somantha[ Seguro que no tanto, tendrá 24 horas, como todos.

Mario Luis agradeció la nota de humor, le haría más fácil el resto. Iba siendo hora de aclararlo todo, ya se había divertido bastante... al principio. Había sido bonita la coincidencia inicial y todas las demás, no quería estropear el final más de la cuenta.

Linternia[ Yo... verás, estabas en lo cierto: sí tengo algo que decirte...

Hasta en eso coincidían. Hasta en el sexo.

domingo, 20 de marzo de 2011

PUBLICACIÓN SEMANAL - RELATO 8 - II CONCURSO DE RELATOS AL WADI 2009: "El Hombre que Lloraba"


El hombre que Lloraba

Lema: René Irasaqui



     Luisa se había fijado varias veces en él. Era un hombre alto, en la cuarentena, que andaba a zancadas un poco torpes y como desmayadas. No le había llamado la atención por eso, sino por la especie de protocolo que él había seguido en las ocasiones en que coincidieron en la distancia.

     El hombre llegaba precipitadamente, poco antes de la salida del autobús escolar, y se despedía de su hijo a través de la ventanilla del vehículo con una ternura sobrecogedora. Agitaba su mano a intervalos, una vez localizado el niño entre el tropel de condiscípulos adormecidos que se acomodaban en el autocar, y cuando éste partía lloraba. Lloraba, sí, con un llanto fluido y constante, sin hipidos y como si fuese algo de lo que avergonzarse. Luego, mientras enjugaba sus lágrimas, miraba de soslayo para verificar que nadie hubiese sido testigo de su debilidad y, tan rápido como había venido, volvía a marcharse.
     En la tercera oportunidad, Luisa, que acababa de dejar acomodadas a sus dos gemelas en el transporte escolar, le dio un codazo a Laura:

     -Mira, es él.
     -¿Quién?
     -El tipo del que te hablé. El llorón.
    
     Tanto le había impresionado la escena vista las dos veces anteriores, que Luisa no pudo evitar el habérselo comentado a su amiga.

     Al principio pensó que sólo le había llamado la atención lo singular del suceso.
     Luego, el hecho mismo de su reiteración. Sólo en ese instante pensó que debía haber algo más, ya que no resultaba nada infrecuente que algunos varones acompañasen a sus vástagos, sobre todo a los más pequeños, hasta la parada del autobús que pasaba a recogerlos, Pero en general esa tarea les correspondía a madres corno ella, o como Laura, o como Asun, amigas y vecinas las tres en la misma manzana del ensanche urbano.

     -Pues no está mal el tío -sonrió Laura-, no me extraña que te hayas fijado en él,
     Luisa se sonrojó como si hubiese tenido de pronto un ataque de rubéola y fue entonces cuando se percató de que el hombre aquel la atraía.

     Laura se lo dijo inmediatamente a Asun, la tercera en discordia, a quien cogió de la manga pese a que estaba dando los últimos retoques a Víctor, un chaval de 6 años con semblante de fastidio y obvias ganas de perder de vista en seguida a su obsesiva madre.

     -Ven, mira: ése es el tío que le gusta a Luisa -y lo señaló sin ningún recato, como si fuese el protagonista de un culebrón televisivo.

     El hombre no se dio cuenta de que era objeto de esa especial atención porque justo en aquel momento fue cuando se puso a llorar, corno tenía por hábito en aquellas despedidas.
     Las tres amigas se quedaron sobrecogidas por la situación y un afecto cálido que emergió de su interior acabó por conmocionarlas y hacer que se mirasen unas a otras con los ojos húmedos por la emoción.
     -¡Qué hermoso! -comentó Asun, que era la más convencional y estereotipada de las tres.
     -Se ve que sufre -añadió Laura, más prosaica.
     -A lo mejor es el único momento del día en que puede ver a su hijo -remató

     Luisa, que ya estaba fabulando con la historia de aquel personaje.
     Lo cierto es que el hombre de la llantera no aparecía por la parada todos los días. Pero siempre que lo hacía llegaba poco antes de que el autobús partiese y, tras buscar el rostro familiar entre la adormecida chiquillería, sonreía beatíficamente hasta que el vehículo arrancaba. Sólo entonces le daba por la llorera.

     Las tres amigas se mantenían en la distancia, como respetando su dolor y su intimidad. A las tres les caía de maravilla aquel caballero. Su porte, su dignidad y hasta su congoja lo hacían más atractivo. Pero era a Luisa a quien su presencia azoraba más y le impelía a querer derribar el muro de artificial aislamiento entre ellos. Y es que, de las tres, Luisa era la única divorciada.

     -Pues yo creo que ese tipo te conviene -dijo un día Asun, con su estólido desparpajo habitual.

     Las tres estaban tomando un café, una vez dejada su prole en manos del sistema educativo e, inevitablemente, surgió el tema del individuo llorón, como decía perversamente Laura, o más bien el padre desolado, como le gustaba denominarlo a Luisa.

     -Sí -enlazó Laura la conversación recién iniciada-, ya es hora de que te enrolles con alguien y el de la llorera parece un tío tan solitario y tan necesitado de afecto como tú. Nunca había sido tan directa ni tan contundente su amiga. Luisa había creído que hasta entonces había llevado su obligada y reanudada soltería con sobrio recato y hasta con displicencia, después de que su esposo la hubiese abandonado por una mulata veinteañera que "estaba de pan y mójame", como comentó una vez el bruto de Rubén, el marido de Asun, durante una barbacoa con la que pretendidamente se trataba de animar a la esposa despechada y que Luisa recordaba como uno de los peores días de su vida.

     -No sé... -se oyó decir a sí misma la aludida.

     Hasta aquel momento, carentes de más datos, las tres amigas habían recreado la presunta vida del "llorón solitario", como consensuaron en llamarlo, a falta de un nombre concreto y real. Al parecer debía tratarse de un hombre separado, al que su mujer le había privado de la patria potestad y que sólo veía a su hijo -"o hija", añadió cabalmente Laura, la más pragmática y realista de las tres- en aquellos fugaces instantes antes de la partida del autobús escolar.

     -Deberíamos invitarlo a cenar -se le ocurrió a Asun.

     Las otras la miraron casi sobresaltadas ante su ocurrencia. Pero de inmediato

Laura corrigió su actitud:
     -¿Por qué no? -dijo, mirando de hito en hito a una boquiabierta Luisa.
     Convinieron, no obstante, en que quizás era un poco precipitado.
     -Primero tenemos que hablar con él -añadió Laura, con una decisión que no admitía réplica. Y ella misma se encargó de hacerlo.

     El siguiente día en que volvieron a coincidir con el caballero lloroso, en el instante en que éste agitaba la mano en despedida del autobús que arrancaba, fue abordado por la más decidida de las tres amigas:

     -Usted perdone...-le dijo con el mohín que utilizaba habitualmente para colarse en los mercados- Pero es que le llevo visto varias veces aquí, despidiendo a su ¿hijo? -enfatizó el tono interrogativo, para obligarle al otro una respuesta sin haberle formulado en realidad pregunta alguna.

     El hombre la miró asombrado. Podría decirse que estupefacto. Ojeó a su alrededor, con un giro corporal imperceptible, como comprobando no ser objeto de ninguna trampa.

     -¿Nos conocemos? -acabó por preguntar a su interpelante.
     -No, exactamente -le dijo Laura-. Pero mis amigas y yo -e hizo un gesto vago hacia donde se encontraban mirándolos las otras dos- lo hemos visto muchas veces despidiéndose de alguien, así, como precipitadamente, ¿me entiende? Y además parece que le sea muy doloroso...

     Visto de cerca, el individuo aquel era más alto y más guapo que en la distancia.
     Incluso aparentaba menos edad que antes.
     Pasado el primer impacto de la sorpresa, el hombre, con un ademán de resignación, se sinceró:

     -Es mi hijo, ¿sabe? Vengo corriendo desde la otra parada, donde su madre, mi ex esposa -aclaró-, lo deja en el autocar del colegio y sólo así puedo verlo un rato.
     La mujer que lo había interpelado, emocionada, hizo un gesto a sus compañeras para que se acercasen.
     -Son Luisa y Asun -dijo por toda presentación-. Yo soy Laura.

     Todo había resultado más sencillo de lo que ellas hubieran creído. Aquel día, el hombre no lloró. En cambio, se quedó hablando con ellas.
     Lo de la cena fue surgiendo de una manera fluida, y no se podía decir que espontánea ya que había sido planeado al detalle por Asun:

     -El miércoles es el mejor día. Rubén viene pronto de la oficina y me ayuda con los deberes de los niños.

     El hombre de la llorera se resistió cuanto pudo. Resultaba obvio que era bastante apocado y que la vida de relación social lo intimidaba más de lo normal. Pero la persistente firmeza de las tres amigas no admitió evasivas.

     -Quedemos a las nueve. Así podemos retirarnos pronto y evitar que los niños trasnochen -sentenció Asun.

     El plan era muy sencillo. Laura y Juan dejarían a Bruno con una canguro y Luisa llevaría a las gemelas a casa de los abuelos:

     -Así, si luego surge el romance no tendrás a nadie en casa para que te incomode -apostilló Laura, con una risa juguetona y un poco perversa.
     -No creo que Ángel -ese era el nombre del tipo en cuestión- sea tan impetuoso -la corrigió Asun-, más bien parece demasiado tímido y yo apostaría a que le cuesta arrancarse.
     -Además -la interrumpió Luisa, con un nerviosismo que denotaban sus manos inquietas, moviéndose sin sentido-, quién te dice que le vaya gustar. A lo mejor no soy su tipo.
     -Imposible, hija. Al único que no le gustabas era al imbécil de tu marido. ¡Mira que enrollarse con una mulata pendona! -espetó Laura.

     Todo quedó, pues, convenido. De Víctor, el inquieto hijo de Asun, se encargaría Verónica, que con 16 años "parece más adulta que su madre", como le gustaba decir a Laura. Los niños habrían cenado ya cuando lo fuesen hacer los mayores y, tras ser presentados al más que seguro ligue de Luisa, se irían a la cama.

     Ángel, que había dejado ya el apelativo un poco infamante de llorón, fue, como era obvio, el protagonista de una velada entrañable y familiar. Muy a su pesar tuvo que contar todos los detalles de su singular comportamiento en la parada del autocar colegial.

     -Mi ex se ha quedado con la custodia y me impide ver a nuestro hijo... No, permitidme que no dé su nombre, seguro que su madre se entera y me acusa de algo... La historia va ya para seis meses, bastante antes de que se iniciase el curso... Sí, consiguió que el juez dictase una orden de alejamiento... Comprenderéis lo doloroso que es para mí y que muchas veces no pueda contener el llanto.

     Lo entendían perfectamente. También el que hubiese reducido verbalmente sólo a "muchas veces" un lagrimeo que se producía inevitablemente cada vez que se despedía de su hijo.

     El hombre aquel resultaba atractivo, en efecto. Incluso lo reconoció a su manera el bruto de Rubén, en un aparte con su mujer en la cocina, tras haber recogido los utensilios del primer plato:

     -No tiene mal gusto la cursi de tu amiga Luisa.
     Antes de que Asun pudiese contestarle con una pizca de irritación, se recortó en el vano de la puerta la silueta de su hija Verónica, emergiendo de las sombras del pasillo:

     -Cariño, ¿qué sucede? -inquirió su madre, preocupada por el aspecto macilento de la muchacha.
     -Yo... Este... Creo que debéis ver una cosa.
     -¿Ahora, hija? ¡Si estamos en mitad de la cena!
     -Pues por eso. Cuanto antes lo veáis, mejor.

     Y los tres fueron pasillo adelante hasta el cuarto de la joven. Sin saber muy bien por qué, los padres iban adoptando unos movimientos cautos y casi subrepticios, con un aire no premeditado de clandestinidad.

     -¿Qué ocurre? -preguntó la madre.
     -Eso -dijo la chica, señalando al ordenador.

     Muy grave debía de ser lo que ocurría para que Verónica revelase a sus padres que incumplía la orden de no usar el PC durante las noches. Allí estaba el aparato, con su pantalla policroma y luminosa abierta al mundo, a la información, a las evidencias.

     Lo que vieron hizo enmudecer a los padres de la chica.

     Mientras tanto, en el comedor la conversación era cada vez más distendida. La prologada ausencia de los anfitriones no parecía perturbar a los demás. Ni siquiera al adusto marido de Laura, quien sin Rubén, cuya ruda espontaneidad admiraba, solía hallarse un tanto perdido en estos encuentros sociales.

     -Eres un tipo cojonudo -le estaba diciendo en ese instante a Ángel, tras haberse ofrecido éste como profesor particular de matemáticas del niño de la casa.
     -Si decís que Víctor tiene dificultades, yo puedo ayudarle, pues he sido profesor de primaria.
     -Qué encanto -había comentado Luisa, atreviéndose por primera vez a posar su mano sobre la de él, sentado a su izquierda.

     Fue en aquel idílico escenario, en aquel placentero momento, cuando reaparecieron los dueños de la casa, con unos rostros lívidos como si un vampiro se hubiese entretenido todo aquel rato en chuparles la sangre.

     -¿Qué sucede? -preguntó Laura, la más presta en reaccionar.

     La verdad es que cuando los participantes intentaron más tarde poner en orden los recuerdos de lo sucedido a partir de entonces les resultó difícil, pues las palabras y los acontecimientos se atropellaron unos a otros.

     El marido de Laura jura que Ángel ya no estaba allí antes de que Rubén concluyese de contar lo sucedido. Luisa sólo notó la precipitada retirada de su mano sin saber muy bien a qué achacarlo, si a rubor, miedo, confusión o algo más grave.
     Verónica, a pesar de que su madre le había ordenado quedarse encerrada en la habitación, estaba allí, presenciándolo todo.

     -¿Y Víctor, dónde está Víctor? -se le ocurrió de repente a Asun, con alelado espanto.
     -Pero, ¿qué pasa? -inquiría Luisa, mientras todos los demás hablaban sin acabar de entenderse del todo.
     -¿Y Víctor? -volvía a preguntar desgarradamente su madre, mientras corría a su cuarto.

     Antes de que alguien hubiese conseguido realizar un relato no ya pormenorizado, sino siquiera coherente, de lo descubierto por Verónica, ya estaba armado el guirigay. Lo peor de todo era que Víctor había desaparecido.

     -¿Cuándo se dieron cuenta de que el niño no estaba en casa? -, preguntaba dos horas más tarde un inspector de policía llegado de la comisaría más próxima, tratando de poner orden en el asunto.

     Al final, lo consiguió. Consiguió averiguar que El ángel, el peligroso pederasta excarcelado por un error judicial, había estado en aquella casa no hace nada, como quien dice. Y lo peor es que debía haberse llevado al niño de seis años. La inocente y estólida familia no había sospechado de él en ningún momento, incluso le había presentado a sus hijos, le había mostrado sus habitaciones y no se mosqueó durante la prolongada ausencia del pedófilo en el cuarto de baño antes de la cena. Sólo la hija adolescente había tenido un pálpito.

     -Su cara me sonaba... de las páginas de Internet.

     Resulta que la chica, a escondidas de sus padres, veía con cierta morbosidad las páginas sobre niños desaparecidos, criminales más buscados y esas cosas. Aquella noche redobló sus esfuerzos merced a la sospechosa familiaridad de aquella cara y allí estaba él, en la pantalla aún sin cerrar del ordenador de la niña: "Carlos Gutiérrez, El Ángel, 38 años, pederasta reincidente, con orden de busca y captura, paradero desconocido".

     Vaya, vaya con el angelito, se dijo el inspector, recordando que el pedófilo, también conocido con el alias de El llorón, se había casado hacía unos años y que tenía una orden judicial de alejamiento de su hijo, por la sospecha nunca verificada de repetidos abusos sexuales. Y ahora el pervertido había logrado, al parecer, y gracias a la ignorante complicidad de unos tranquilos y felices padres, un nuevo chiquillo sobre el que proyectar su reincidente malignidad.

     Está visto, acabó por decirse a sí mismo el policía, ratificándose en su creencia verificada y reiterada durante el transcurso de los años, que los criminales muchas veces aparentan ser más inocentes que sus pobres y confiadas víctimas. Por eso, a falta de nada más que hacer allí a esas horas, volvió resignadamente a su casa, esperando encontrar allí, sano y salvo, a su propio hijo.

PUBLICACIÓN SEMANAL - RELATO 7 - II CONCURSO DE RELATOS AL WADI 2009: "Carta de Confesión"



Carta de confesión


Karamel


Los campesinos... Un día agarran a la mujer y a los hijos, y los


traen a la capital. Acaba de descuartizarse la independencia y


el sosiego de una familia

Manuel Llano


     Querido padre, ya estoy de nuevo en casa. La entrada está peor de lo que esperaba, las zarzas, las ortigas y otras malas hierbas campan a sus anchas. Al tirar del portón, los goznes han chirriado con fuerza como si a la casa se le abriera en canal el alma. Todo da sensación de pobreza, pero cada objeto rebosa recuerdos, todo está impregnado de pasado, es la antítesis de más de veinte años en Barcelona, en un cuarto piso en la Carrer de Roselló, a dos manzanas de la Playa de Gaudí. De la mesita de noche del lado de mamá he cogido la foto en la que estamos juntos los tres, usted, madre y yo, he sacado una demacrada silla y la mesa al porche, y aunque a duras penas se sostienen en pie, mirando la foto he dejado fluir los recuerdos mientras te escribo esta carta que sé que nunca recibirás.
     ¡Qué ridículo me veo ahora con esos pantaloncitos cortos, calcetines casi hasta las rodillas y zapatos de punta fina en blanco y negro! Parece que me hubiesen rescatado del túnel del tiempo. Sin embargo, a pesar de todo, no puedo negar que fue aquella una infancia feliz.

     La vida en un pequeño pueblo del sur, en el interior, aunque austera, transcurría alegre y placentera. Los niños pasábamos los días enteros en la calle alternando juegos tan variopintos como "a guardias y ladrones", "a pídola", "al trompo", "al pañuelo", "a la tangana" y un interminable etcétera. ¡Qué poco imaginaba yo que esta forma de vida tan armoniosa iba a truncarse por completo al cabo de los años!

     Padre, sé que todo empezó cuando fui a Figueras a hacer la mili. Lo recuerdo muy bien, porque últimamente he pensado cientos de veces sobre cuál pudiera haber sido el detonante de semejante necedad. Recuerdo que los fines de semana me desplazaba desde el cuartel hasta Barcelona, al piso de unos primos tuyos lejanos con los que hasta entonces habíamos tenido muy poco contacto. Nunca entendí qué milagrosa fascinación encontré allí, o sí. Yo creo, padre, que la grandiosidad de la capital, sus monumentos, su despilfarradora opulencia y todo lo que iba apareciendo ante mis ojos, sumado esto a las palabras de tío Aurelio que se empeñaba en convencerme de que aquello era el paraíso, "niño, aquí te puedo apañar un trabajo fijo y un jornal diario da mucho de sí", el lujo de su pequeño piso y mi entusiasmo, todo aquel maldito cocktail, me produjo una especie de enajenación mental que unida a vuestra siempre condescendiente aquiescencia, desembocó en aquellas heroicas palabras: "Padre, me voy a la capital, el pueblo no tiene futuro". Esta frase pronunciada a quemarropa resuena aún en mi cabeza. En fin de lo que sí estoy seguro es que allí comenzó todo. Apenas tardé un año desde que acabé la mili en partir hacia un futuro de progreso y gloria, al menos eso creía. Por aquel tiempo, en el sur, bien es verdad que la gente de los pueblos buscábamos en las grandes ciudades una vía de escape a la miseria del campo... Madrid, Valencia, Barcelona, Elche, Alicante... eran los principales destinos. Yo iba a entrar como peón en una fábrica de calzado, todo un lujo comparado con las duras faenas del campo en el pueblo.

     La idea de sacudirme la paletería y flirtear con la gente de la capital llegó a nublar mi mente. Una decisión que si bien al principio pareció traerte alguna inquietud, padre, con el paso de los días y a medida que ibas comentando por el pueblo la noticia, tu seguridad en mi acierto se iba haciendo más y más patente. Cada día, al regresar del bar de "Morejón", donde te reunías con tus amigos para charlar un rato en plan tertulia y de paso tomarme unos medios de fino, traías en tus labios las palabras de apoyo de tus convecinos. Y es que no hay nada más fácil en este mundo que decir a cada cual lo que quiere oír.

     La noche anterior a mi partida, para celebrar la despedida, organizaste una pequeña fiesta de despedida en la que todo el mundo parecía envidiar mi suerte, pero yo, en el fondo, a pesar de las bromas y las risas, no estaba ya para celebraciones, porque a medida que se había ido acercando el día de la marcha, y aunque todo había sido decisión mía, se había ido apoderando de mí una angustia que me corroía las entrañas, y un nudo en la garganta me impedía respirar con fluidez. Y mientras corría el vino y la cerveza por las gargantas de convecinos y amigos, las sentencias sobre lo importante que iba ser no faltaron en ningún momento, como tampoco faltaron los comadreos sobre la locura que estaba a punto de cometer. Las primeras se decían en voz alta y con unas palmaditas de aprobación en la espalda, los segundos se susurraban de boca en boca, mientras me miraban de soslayo con una socarrona sonrisa. Al final, los abrazos y las despedidas me hicieron volver a la realidad.

     No pude conciliar el sueño aquella noche, resultaba duro dejar a los amigos de siempre y, sobre todo, perder la seguridad que daba lo conocido. No puedo negar que aquella noche, en mi habitación lo pasé muy mal, incluso eché alguna que otra lágrima, pero ya no había remedio, a lo hecho pecho, como solemos decir aquí. Dejé la luz encendida para no quedarme dormido, como queriendo retener el tiempo, como si así no fuese a amanecer... y ojalá no hubiese amanecido nunca. Pero el tiempo no entiende de deseos ni de súplicas y llegó el alba... padre, y nunca pensé que aquella mañana al despedirme de vosotros no sólo de vosotros me despedía, me despedía también de una forma de vivir, de sentir e incluso de sufrir. Sí, con un abrazo y un par de besos estaba diciéndole adiós para siempre a generaciones de familias asidas al duro astil de una azada, a unas manos endurecidas a fuerza de acariciar la aspereza de la tierra y las manceras del arado, a espaldas encorvadas por las duras faenas y a plegarias pidiendo un poco de agua para que cuajara la cosecha.
     Pero me equivoqué, padre. Una vez en la capital no tardé en darme cuenta de que su atractivo no era más que la tela de araña que todas las grandes ciudades tejen a su alrededor para que caigan en su hechicera red todos los que por primera vez se acercan hasta ella. Y ya era tarde, no podía regresar al pueblo lleno de derrota. No estaba dispuesto a volver con la cabeza gacha y ser el hazmerreír de aquellos que predijeron mi negro futuro. Hice lo que creí mejor, aunque fuese lo peor, y lo mejor en aquellos momentos, pensé, era salvar mi honor. Y me quedé, padre, y me encerré en un futuro que ante tus ojos, y los de los demás, era más cómodo y atractivo, pero mi interior, de sobra sabía que llegaría a ser tan irrespirable como su viciado aire. Decidí aguantar carros y carretas y padecer estoicamente el empuje de la nostalgia hasta las vacaciones del verano, en apenas tres meses estaría de regreso.
     Y como un exilado regresa a su país al cabo de los años, así retorné al pueblo, rutilante y pleno de gozo, aunque también algo engreído y jactancioso. Durante varios días me dediqué a contar las excelencias de la capital y a contemplar cómo los demás continuaban con sus rudos trabajos, atados a la miseria de un jornal en el campo, pero no decía la verdad. No quise confesar lo mal que lo estaba pasando, que sentía envidia, quizá no de vuestro esfuerzo y de vuestro sudor, pero sí de vuestra libertad y de vuestro sosiego. En tanto, mamá corría la voz de que yo vivía como un auténtico señorito: "Tiene un trabajo estupendo y se está amoldando muy bien a la capital". Madre nunca cambiaría, ya sabes cómo era ella, hasta el final interpretó a la perfección el papel que un día adoptó para siempre: fiel y sumisa como esposa y protectora como madre. Pero lo peor de todo, padre, fue que acabó teniendo razón. Llegó el día de regresar, me tragué mis sentimientos y regresé de nuevo a una ciudad que poco a poco me fue atrapando, sus avenidas asfaltadas, el neón de sus escaparates, el fragoroso ambiente de los fines de semana en las salas de fiesta y en las discotecas, etc. Y así, el delgaducho muchacho con aire de paleto que salió del pueblo fue transformándose en uno más de los miles de jóvenes que, con ganas de diversión y unas monedas en el bolsillo, descarga sobre el malecón de la capital la furia de su desfogue.
     Fueron pasando los años y cada vez hallaba más menguada la posibilidad de regresar, así que cuando disponía de algunos días de vacaciones terminaba yéndome con los amigos que había hecho en Barcelona a disfrutar de la playa, o a otra gran ciudad o, incluso, a algún país exótico que ya por aquellos años estaba de moda.
     Pero luego, padre, a medida que me fui haciendo mayor las cosas se fueron precipitando.
     Los recuerdos me fueron invadiendo, se adueñaron de mi mente sin darme tregua ni sosiego, y fui cayendo en picado día tras día, fui ejercitando la nostalgia irremediablemente y sumiéndome en una especie de limbo, un limbo donde ni se siente ni se padece, simplemente no se está o, mejor dicho, se está, pero ausente y siempre triste o insulso. Al principio pensé que era la tristeza normal motivada por la edad, pero con el tiempo la tristeza se convirtió en un estado de congoja insufrible, de inapetencia por cualquier tipo de actividad, y luego, más adelante, vino el insomnio, las noches en vela, pero sobre todo esta martilleante pesadilla: "Cada anochecer aparezco tumbado en un banco del parque, sin más manta ni colchón que unos enormes cartones de esos que sirven para embalar los frigoríficos. El olor a ropa sucia y a miseria que tengo me repugna hasta el punto que no puedo conciliar el sueño. Cuando casi lo consigo, me despabilan los chasquidos de unas máquinas, similares a las que hay en la fábrica donde trabajo, que hasta mí se acercan desafiantes y destructivas, como si fuesen fieras salvajes que intentan defender su territorio. A medida que se aproximan a mí experimento una sensación de miedo cada vez mayor, entonces corro hacia un sin fin de pequeñas y cegadoras luces que provienen del final de una de las calles que desembocan en el parque, como si allí estuviese mi salvación. Al llegar a la altura de aquel conglomerado de estrellas, eso parece, compruebo que proceden de la cerradura metálica de un enorme portón, que no es otro que el portón de la vieja casa en el pueblo. Empujo con fuerza para entrar, pero está cerrado. El corazón totalmente desbocado me golpea incansable, el pecho, mientras un sudor frío me inunda el cuerpo. Entre los pocos enseres que acarreo en una vieja mochila que siempre va conmigo, rebusco la llave de la casa, pero es inútil; y mientras lo intento una y mil veces, desesperadamente, aquellos artefactos se acercan implacables para mi destrucción. Entonces, cuando ya casi me alcanzan, me despierto todo empapado en sudor y orín, tiritando de miedo y sumido en la angustia".
     Así que por la mañana, padre, había días que me encontraba sin energía, sin fuerzas para ir al trabajo. Otros, extenuado de cansancio, me quedaba durmiendo al amanecer y cuando quería darme cuenta, ya se había pasado la hora de ir al trabajo. Otros, llegaba tarde, y la más insignificante de las tareas laborales me abrumaba. Tenía ganas de regresar a casa y cuando lo hacía me pasaba horas y horas tumbado, sin comer y sin apetecerme hacer nada.
     Otras veces, estaba todo el día dándole vueltas a algún problema que se me metía en la cabeza; de lo más absurdo, de cualquier nimiedad, acababa haciendo un cerro y nada ni nadie podía convencerme de su intrascendencia.
     En la fábrica no tardaron en llamarme la atención, me dijeron que no podía seguir así, que lo mejor era que me hiciera un reconocimiento médico. Cuando llegué a la consulta le conté al médico del seguro lo que más o menos me pasaba y me dijo que los síntomas eran bien claros, tenía una depresión bastante afianzada y que había que tratarla porque si bien esta enfermedad en una primera fase tiene un buen pronóstico, si se abandona, suele acabar degenerando en trastornos graves de la personalidad y que las consecuencias podían ser impredecibles, así que me envió al psiquiatra, pero yo, aunque naturalmente lo escuché atentamente, no le hice caso -siempre he creído que eso de las depresiones son pamplinas de gente que no tienen otra cosa en qué pensar-, no fui, y en su lugar me he venido para el pueblo, para casa, porque quería regresar a casa.

   Y mientras Manuel seguía recapitulando, la tarde se había ido llenando de oscuridad y la noche había envuelto con su negro manto todo el pueblo. Instintivamente, como cada anochecer desde que se marchó a vivir a Barcelona, alzó la mirada, pero hoy, en lugar de hallar el plomizo cielo de los últimos años, que cubre la ciudad entera, halló, para su sorpresa, que todo el cielo estaba plagado de estrellas. Por un momento se quedó absorto con el maravilloso espectáculo que se abría ante sus ojos. Exhaló un profundo suspiro, al tiempo que los recuerdos, seguramente, fluían sin tregua.
     En ningún sitio brillan así las estrellas, padre. ¡Menos mal que el progreso no ha sido capaz de destrozar tan sublime estampa! Cuántas y cuántas noches las contemplé junto a ti, padre, con qué apasionamiento me hablabas de ellas, de cómo se agrupan formando unos increíbles dibujos llamados constelaciones, de sus nombres... Han pasado muchas noches desde entonces, pero te aseguro que ninguna película ni ningún tipo de espectáculo me ha mantenido tan encandilado como éste. Por eso he regresado, padre, a acompañarte, tú que bajo este cielo reposas tu cansancio acompañado por siempre de este innumerable cortejo de estrellas. Sí padre, he regresado a morir bajo este cielo. Temía morir allí, padre, porque allí..., allí no hay cielo. Nadie mejor que yo lo sabe, que he permanecido horas y horas sentado junto al ventanal que daba al patio interior del edificio que habitaba, con la mirada fija, observando la lobreguez de la vegetación urbana, que en este caso se reducía al hormigón de la umbría pared de enfrente -a tres metros escasos de mis ojos-, y a la ropa interior de los vecinos de al lado, tendida de unas cuerdas de nailon, yeso en el mejor de los casos, porque a veces se dejaba caer del cielo una plomiza marea de dióxido de carbono que enturbiaba la atmósfera, pero yo callaba, no decía nada, ni una queja siquiera ni un reproche, nada, yo bien sabía que era mi particular condena por mí mismo elegida.

     Sí, padre, mientras permanecía allí sentado, inmóvil y callado, con la mirada fija, intentaba trasladarme mentalmente al lugar que tiempo atrás abandoné, al pueblo de mi infancia donde el cielo es azul de día y de noche rutilan estrellas. Aquí son tan naturales las estrellas que no les prestamos importancia, sin embargo, en la capital, es como si alguien las hubiera secuestrado, quizás otra hipoteca más exigida a cambio de ese embaucador invento llamado progreso. Por eso, padre, cuando vine a despedirte, porque primero fuiste tú, y luego, casi al año, te siguió madre, no estaba triste, no, cómo podía estarlo si sabía que os esperaba un cielo maravilloso. Pero la ciudad, tan ruin y mezquina como siempre, no se quería conformar con exprimirme en vida sino que quería robar para sus entrañas la morada eterna que tú me tenías preservada en el cementerio del pueblo. Y yo no podía consentirlo, padre, eso ya no...

     En fin, padre, de nuevo el frío está se apoderando de mí, este frío que últimamente se me está haciendo tan familiar y que origina en mí una desmedida angustia y un estremecedor desasosiego que no sé cómo soporto, así que ya no le daré más vueltas, padre, me voy, pero no podía morir, porque he venido a morir, sin confesártelo todo. Y ya, sin más que decir, se despide con un fuerte abrazo éste que lo es, tu hijo que nunca te olvidó.

Hasta pronto.