domingo, 20 de marzo de 2011
PUBLICACIÓN SEMANAL - RELATO 7 - II CONCURSO DE RELATOS AL WADI 2009: "Carta de Confesión"
Carta de confesión
Karamel
Los campesinos... Un día agarran a la mujer y a los hijos, y los
traen a la capital. Acaba de descuartizarse la independencia y
el sosiego de una familia
Manuel Llano
Querido padre, ya estoy de nuevo en casa. La entrada está peor de lo que esperaba, las zarzas, las ortigas y otras malas hierbas campan a sus anchas. Al tirar del portón, los goznes han chirriado con fuerza como si a la casa se le abriera en canal el alma. Todo da sensación de pobreza, pero cada objeto rebosa recuerdos, todo está impregnado de pasado, es la antítesis de más de veinte años en Barcelona, en un cuarto piso en la Carrer de Roselló, a dos manzanas de la Playa de Gaudí. De la mesita de noche del lado de mamá he cogido la foto en la que estamos juntos los tres, usted, madre y yo, he sacado una demacrada silla y la mesa al porche, y aunque a duras penas se sostienen en pie, mirando la foto he dejado fluir los recuerdos mientras te escribo esta carta que sé que nunca recibirás.
¡Qué ridículo me veo ahora con esos pantaloncitos cortos, calcetines casi hasta las rodillas y zapatos de punta fina en blanco y negro! Parece que me hubiesen rescatado del túnel del tiempo. Sin embargo, a pesar de todo, no puedo negar que fue aquella una infancia feliz.
La vida en un pequeño pueblo del sur, en el interior, aunque austera, transcurría alegre y placentera. Los niños pasábamos los días enteros en la calle alternando juegos tan variopintos como "a guardias y ladrones", "a pídola", "al trompo", "al pañuelo", "a la tangana" y un interminable etcétera. ¡Qué poco imaginaba yo que esta forma de vida tan armoniosa iba a truncarse por completo al cabo de los años!
Padre, sé que todo empezó cuando fui a Figueras a hacer la mili. Lo recuerdo muy bien, porque últimamente he pensado cientos de veces sobre cuál pudiera haber sido el detonante de semejante necedad. Recuerdo que los fines de semana me desplazaba desde el cuartel hasta Barcelona, al piso de unos primos tuyos lejanos con los que hasta entonces habíamos tenido muy poco contacto. Nunca entendí qué milagrosa fascinación encontré allí, o sí. Yo creo, padre, que la grandiosidad de la capital, sus monumentos, su despilfarradora opulencia y todo lo que iba apareciendo ante mis ojos, sumado esto a las palabras de tío Aurelio que se empeñaba en convencerme de que aquello era el paraíso, "niño, aquí te puedo apañar un trabajo fijo y un jornal diario da mucho de sí", el lujo de su pequeño piso y mi entusiasmo, todo aquel maldito cocktail, me produjo una especie de enajenación mental que unida a vuestra siempre condescendiente aquiescencia, desembocó en aquellas heroicas palabras: "Padre, me voy a la capital, el pueblo no tiene futuro". Esta frase pronunciada a quemarropa resuena aún en mi cabeza. En fin de lo que sí estoy seguro es que allí comenzó todo. Apenas tardé un año desde que acabé la mili en partir hacia un futuro de progreso y gloria, al menos eso creía. Por aquel tiempo, en el sur, bien es verdad que la gente de los pueblos buscábamos en las grandes ciudades una vía de escape a la miseria del campo... Madrid, Valencia, Barcelona, Elche, Alicante... eran los principales destinos. Yo iba a entrar como peón en una fábrica de calzado, todo un lujo comparado con las duras faenas del campo en el pueblo.
La idea de sacudirme la paletería y flirtear con la gente de la capital llegó a nublar mi mente. Una decisión que si bien al principio pareció traerte alguna inquietud, padre, con el paso de los días y a medida que ibas comentando por el pueblo la noticia, tu seguridad en mi acierto se iba haciendo más y más patente. Cada día, al regresar del bar de "Morejón", donde te reunías con tus amigos para charlar un rato en plan tertulia y de paso tomarme unos medios de fino, traías en tus labios las palabras de apoyo de tus convecinos. Y es que no hay nada más fácil en este mundo que decir a cada cual lo que quiere oír.
La noche anterior a mi partida, para celebrar la despedida, organizaste una pequeña fiesta de despedida en la que todo el mundo parecía envidiar mi suerte, pero yo, en el fondo, a pesar de las bromas y las risas, no estaba ya para celebraciones, porque a medida que se había ido acercando el día de la marcha, y aunque todo había sido decisión mía, se había ido apoderando de mí una angustia que me corroía las entrañas, y un nudo en la garganta me impedía respirar con fluidez. Y mientras corría el vino y la cerveza por las gargantas de convecinos y amigos, las sentencias sobre lo importante que iba ser no faltaron en ningún momento, como tampoco faltaron los comadreos sobre la locura que estaba a punto de cometer. Las primeras se decían en voz alta y con unas palmaditas de aprobación en la espalda, los segundos se susurraban de boca en boca, mientras me miraban de soslayo con una socarrona sonrisa. Al final, los abrazos y las despedidas me hicieron volver a la realidad.
No pude conciliar el sueño aquella noche, resultaba duro dejar a los amigos de siempre y, sobre todo, perder la seguridad que daba lo conocido. No puedo negar que aquella noche, en mi habitación lo pasé muy mal, incluso eché alguna que otra lágrima, pero ya no había remedio, a lo hecho pecho, como solemos decir aquí. Dejé la luz encendida para no quedarme dormido, como queriendo retener el tiempo, como si así no fuese a amanecer... y ojalá no hubiese amanecido nunca. Pero el tiempo no entiende de deseos ni de súplicas y llegó el alba... padre, y nunca pensé que aquella mañana al despedirme de vosotros no sólo de vosotros me despedía, me despedía también de una forma de vivir, de sentir e incluso de sufrir. Sí, con un abrazo y un par de besos estaba diciéndole adiós para siempre a generaciones de familias asidas al duro astil de una azada, a unas manos endurecidas a fuerza de acariciar la aspereza de la tierra y las manceras del arado, a espaldas encorvadas por las duras faenas y a plegarias pidiendo un poco de agua para que cuajara la cosecha.
Pero me equivoqué, padre. Una vez en la capital no tardé en darme cuenta de que su atractivo no era más que la tela de araña que todas las grandes ciudades tejen a su alrededor para que caigan en su hechicera red todos los que por primera vez se acercan hasta ella. Y ya era tarde, no podía regresar al pueblo lleno de derrota. No estaba dispuesto a volver con la cabeza gacha y ser el hazmerreír de aquellos que predijeron mi negro futuro. Hice lo que creí mejor, aunque fuese lo peor, y lo mejor en aquellos momentos, pensé, era salvar mi honor. Y me quedé, padre, y me encerré en un futuro que ante tus ojos, y los de los demás, era más cómodo y atractivo, pero mi interior, de sobra sabía que llegaría a ser tan irrespirable como su viciado aire. Decidí aguantar carros y carretas y padecer estoicamente el empuje de la nostalgia hasta las vacaciones del verano, en apenas tres meses estaría de regreso.
Y como un exilado regresa a su país al cabo de los años, así retorné al pueblo, rutilante y pleno de gozo, aunque también algo engreído y jactancioso. Durante varios días me dediqué a contar las excelencias de la capital y a contemplar cómo los demás continuaban con sus rudos trabajos, atados a la miseria de un jornal en el campo, pero no decía la verdad. No quise confesar lo mal que lo estaba pasando, que sentía envidia, quizá no de vuestro esfuerzo y de vuestro sudor, pero sí de vuestra libertad y de vuestro sosiego. En tanto, mamá corría la voz de que yo vivía como un auténtico señorito: "Tiene un trabajo estupendo y se está amoldando muy bien a la capital". Madre nunca cambiaría, ya sabes cómo era ella, hasta el final interpretó a la perfección el papel que un día adoptó para siempre: fiel y sumisa como esposa y protectora como madre. Pero lo peor de todo, padre, fue que acabó teniendo razón. Llegó el día de regresar, me tragué mis sentimientos y regresé de nuevo a una ciudad que poco a poco me fue atrapando, sus avenidas asfaltadas, el neón de sus escaparates, el fragoroso ambiente de los fines de semana en las salas de fiesta y en las discotecas, etc. Y así, el delgaducho muchacho con aire de paleto que salió del pueblo fue transformándose en uno más de los miles de jóvenes que, con ganas de diversión y unas monedas en el bolsillo, descarga sobre el malecón de la capital la furia de su desfogue.
Fueron pasando los años y cada vez hallaba más menguada la posibilidad de regresar, así que cuando disponía de algunos días de vacaciones terminaba yéndome con los amigos que había hecho en Barcelona a disfrutar de la playa, o a otra gran ciudad o, incluso, a algún país exótico que ya por aquellos años estaba de moda.
Pero luego, padre, a medida que me fui haciendo mayor las cosas se fueron precipitando.
Los recuerdos me fueron invadiendo, se adueñaron de mi mente sin darme tregua ni sosiego, y fui cayendo en picado día tras día, fui ejercitando la nostalgia irremediablemente y sumiéndome en una especie de limbo, un limbo donde ni se siente ni se padece, simplemente no se está o, mejor dicho, se está, pero ausente y siempre triste o insulso. Al principio pensé que era la tristeza normal motivada por la edad, pero con el tiempo la tristeza se convirtió en un estado de congoja insufrible, de inapetencia por cualquier tipo de actividad, y luego, más adelante, vino el insomnio, las noches en vela, pero sobre todo esta martilleante pesadilla: "Cada anochecer aparezco tumbado en un banco del parque, sin más manta ni colchón que unos enormes cartones de esos que sirven para embalar los frigoríficos. El olor a ropa sucia y a miseria que tengo me repugna hasta el punto que no puedo conciliar el sueño. Cuando casi lo consigo, me despabilan los chasquidos de unas máquinas, similares a las que hay en la fábrica donde trabajo, que hasta mí se acercan desafiantes y destructivas, como si fuesen fieras salvajes que intentan defender su territorio. A medida que se aproximan a mí experimento una sensación de miedo cada vez mayor, entonces corro hacia un sin fin de pequeñas y cegadoras luces que provienen del final de una de las calles que desembocan en el parque, como si allí estuviese mi salvación. Al llegar a la altura de aquel conglomerado de estrellas, eso parece, compruebo que proceden de la cerradura metálica de un enorme portón, que no es otro que el portón de la vieja casa en el pueblo. Empujo con fuerza para entrar, pero está cerrado. El corazón totalmente desbocado me golpea incansable, el pecho, mientras un sudor frío me inunda el cuerpo. Entre los pocos enseres que acarreo en una vieja mochila que siempre va conmigo, rebusco la llave de la casa, pero es inútil; y mientras lo intento una y mil veces, desesperadamente, aquellos artefactos se acercan implacables para mi destrucción. Entonces, cuando ya casi me alcanzan, me despierto todo empapado en sudor y orín, tiritando de miedo y sumido en la angustia".
Así que por la mañana, padre, había días que me encontraba sin energía, sin fuerzas para ir al trabajo. Otros, extenuado de cansancio, me quedaba durmiendo al amanecer y cuando quería darme cuenta, ya se había pasado la hora de ir al trabajo. Otros, llegaba tarde, y la más insignificante de las tareas laborales me abrumaba. Tenía ganas de regresar a casa y cuando lo hacía me pasaba horas y horas tumbado, sin comer y sin apetecerme hacer nada.
Otras veces, estaba todo el día dándole vueltas a algún problema que se me metía en la cabeza; de lo más absurdo, de cualquier nimiedad, acababa haciendo un cerro y nada ni nadie podía convencerme de su intrascendencia.
En la fábrica no tardaron en llamarme la atención, me dijeron que no podía seguir así, que lo mejor era que me hiciera un reconocimiento médico. Cuando llegué a la consulta le conté al médico del seguro lo que más o menos me pasaba y me dijo que los síntomas eran bien claros, tenía una depresión bastante afianzada y que había que tratarla porque si bien esta enfermedad en una primera fase tiene un buen pronóstico, si se abandona, suele acabar degenerando en trastornos graves de la personalidad y que las consecuencias podían ser impredecibles, así que me envió al psiquiatra, pero yo, aunque naturalmente lo escuché atentamente, no le hice caso -siempre he creído que eso de las depresiones son pamplinas de gente que no tienen otra cosa en qué pensar-, no fui, y en su lugar me he venido para el pueblo, para casa, porque quería regresar a casa.
Y mientras Manuel seguía recapitulando, la tarde se había ido llenando de oscuridad y la noche había envuelto con su negro manto todo el pueblo. Instintivamente, como cada anochecer desde que se marchó a vivir a Barcelona, alzó la mirada, pero hoy, en lugar de hallar el plomizo cielo de los últimos años, que cubre la ciudad entera, halló, para su sorpresa, que todo el cielo estaba plagado de estrellas. Por un momento se quedó absorto con el maravilloso espectáculo que se abría ante sus ojos. Exhaló un profundo suspiro, al tiempo que los recuerdos, seguramente, fluían sin tregua.
En ningún sitio brillan así las estrellas, padre. ¡Menos mal que el progreso no ha sido capaz de destrozar tan sublime estampa! Cuántas y cuántas noches las contemplé junto a ti, padre, con qué apasionamiento me hablabas de ellas, de cómo se agrupan formando unos increíbles dibujos llamados constelaciones, de sus nombres... Han pasado muchas noches desde entonces, pero te aseguro que ninguna película ni ningún tipo de espectáculo me ha mantenido tan encandilado como éste. Por eso he regresado, padre, a acompañarte, tú que bajo este cielo reposas tu cansancio acompañado por siempre de este innumerable cortejo de estrellas. Sí padre, he regresado a morir bajo este cielo. Temía morir allí, padre, porque allí..., allí no hay cielo. Nadie mejor que yo lo sabe, que he permanecido horas y horas sentado junto al ventanal que daba al patio interior del edificio que habitaba, con la mirada fija, observando la lobreguez de la vegetación urbana, que en este caso se reducía al hormigón de la umbría pared de enfrente -a tres metros escasos de mis ojos-, y a la ropa interior de los vecinos de al lado, tendida de unas cuerdas de nailon, yeso en el mejor de los casos, porque a veces se dejaba caer del cielo una plomiza marea de dióxido de carbono que enturbiaba la atmósfera, pero yo callaba, no decía nada, ni una queja siquiera ni un reproche, nada, yo bien sabía que era mi particular condena por mí mismo elegida.
Sí, padre, mientras permanecía allí sentado, inmóvil y callado, con la mirada fija, intentaba trasladarme mentalmente al lugar que tiempo atrás abandoné, al pueblo de mi infancia donde el cielo es azul de día y de noche rutilan estrellas. Aquí son tan naturales las estrellas que no les prestamos importancia, sin embargo, en la capital, es como si alguien las hubiera secuestrado, quizás otra hipoteca más exigida a cambio de ese embaucador invento llamado progreso. Por eso, padre, cuando vine a despedirte, porque primero fuiste tú, y luego, casi al año, te siguió madre, no estaba triste, no, cómo podía estarlo si sabía que os esperaba un cielo maravilloso. Pero la ciudad, tan ruin y mezquina como siempre, no se quería conformar con exprimirme en vida sino que quería robar para sus entrañas la morada eterna que tú me tenías preservada en el cementerio del pueblo. Y yo no podía consentirlo, padre, eso ya no...
En fin, padre, de nuevo el frío está se apoderando de mí, este frío que últimamente se me está haciendo tan familiar y que origina en mí una desmedida angustia y un estremecedor desasosiego que no sé cómo soporto, así que ya no le daré más vueltas, padre, me voy, pero no podía morir, porque he venido a morir, sin confesártelo todo. Y ya, sin más que decir, se despide con un fuerte abrazo éste que lo es, tu hijo que nunca te olvidó.
Hasta pronto.
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