domingo, 10 de abril de 2011

PUBLICACIÓN SEMANAL - RELATO 11 - II CONCURSO DE RELATOS AL WADI 2009: "Rememoranza"


REMEMORANZA


Seudónimo: Lambda

     El grupo de chicos pasea por la calle, divertidos. Se empujan unos a otros, y se gastan bromas mientras miran a las jóvenes que se cruzan en su camino. Al fin y al cabo son las cosas de la adolescencia: pasarlo bien y no complicarse en exceso la vida.

     Son seis chicos, de edades que van entre los dieciséis y los veinte años. Altos, fuertes, inquietos, ellos son el producto típico de una sociedad en la que las penurias son cosa ya del pasado... al menos para una parte de la población, Uno de ellos, quizá el más joven, sonríe con picardía y una cierta timidez a un par de chicas que pasan a su lado. Apenas ellas le devuelven la mirada, aparta los ojos y se avergüenza de su gesto... pero quiere demostrar a sus amigos que él también es muy hombre.

     Tiene el pelo negro y ensortijado, y lleva un pendiente en forma de estrellita en su oreja derecha. Viste muy a la moda, con pantalones que parecen vayan a caérsele en cualquier momento, una camisa de un color verde militar, algunas cadenitas colgadas al cuello y unas espectaculares y brillantes zapatillas de una conocida marca deportiva.

     Nada diferente en su atuendo a lo que es habitual en muchos jóvenes de su entorno. Sus amigos visten de forma parecida, y el grupo, en su conjunto, desentona poco de cualquier otro grupo de chicos de esta ciudad o de cualesquiera otras del país, aunque poco tiene que ver con las modas y los gustos de sus mayores.

     Entre bromas y conversaciones insustanciales, el grupo pasa por una antigua y estrecha calle del barrio en la que, desde hace varios años, grupos de inmigrantes han ubicado sus pequeños negocios; teterias, confiterias, tiendas de recuerdos... La mayoría procede del Norte de África, pero los hay también de Somalia, Etiopía, Senegal y otros muchos países que los muchachos ignoran incluso que existan.

     A estas horas todo está cerrado y sólo uno de los bazares permanece abierto. El líder del grupo, aprovecha que a ahora casi nadie pasa por la calle y empuja, sin motivo alguno, una de las mesas que un vendedor tiene a las puertas de su local, desparramando todos los objetos que tenía encima por el suelo; sortijas, pendientes, y abalorios diversos. Un par de vasos de té se rompen con estrépito, y un alarmado hombre de tez aceitunada sale de su local, se lleva las manos a la cabeza y exige al grupo de adolescentes -que no se ha movido del sitio- que se justifique de algún modo. El hombre, en principio alterado y furioso con razón, calla casi al instante cuando los jóvenes se le encaran, sonrientes, y alguno de ellos enarbola, arrastrándola como una culebra por su pecho, una afilada navaja. No hay amenazas verbales: no hacen falta, los gestos lo dicen todo. El vendedor, sabiendo que nada bueno puede sacar de todo aquello sintiéndose solo porque no hay nadie cerca que pueda ayudarlo, se agacha para recoger lo poco que pueda salvar del desastre.

     -¡Vete a tu puto país, moro de mierda! -le dice el jefe del grupo agresor.
     -Sí, ¡vete y no vuelvas más! - le secunda Pedro, que tiene alguien en quien verse reflejado. Alguien fuerte y que sabe lo que quiere.

     Se ríen y se marchan, alegres y más confiados que nunca, y dejan atrás al desconsolado hombre. Con dieciséis años recién cumplidos, Pedro se siente en la flor de la vida, y está dispuesto a comerse el mundo. Si hay chicas guapas, y tiene dinero en el bolsillo, nada le parece imposible, y nada le resulta demasiado.

     -Hasta mañana - se despide Pedro del grupo y, mientras los ve alejarse, saca las llaves de su casa y se dirige al portal del bloque de pisos en el que vive con sus padres, con los "viejos". Piensa que, al fin y al cabo, los dos pasan de los cuarenta años y son unos auténticos vejestorios.

     Sube las escaleras de dos en dos, en un gesto loco de rebeldía inconsciente. Entra en su casa y atraviesa el silencioso y angosto pasillo, que ahora está a oscuras porque sus padres duermen. Los "viejos", como él los llama de forma un tanto despectiva, se acuestan pronto y casi nunca están despiertos cuando él vuelve de sus correrías juveniles.
     Pasa casi de puntillas junto al dormitorio de sus padres, y llega hasta su habitación. Entra dentro y cierra la puerta a sus espaldas. Enciende la luz y, entonces, se encuentra con la figura de su padre, que está sentado en la cama y lo mira fijamente, y con tristeza.

     -¡Qué haces en mi cuarto!- grita, pero su padre se lleva un dedo a los labios y le pide que baje la voz.
     -Quiero hablar contigo, Pedro - el maduro hombre, cuyas sienes ya están cargadas de canas, le hace gestos con la mano para que se siente. Pedro lo hace en la silla que tiene junto a la mesita del ordenador.
     -¿No puedes esperar a mañana? Tengo sueño - replica.
     -Tiene que ser ahora, esta noche, y sin que tu madre esté presente - La voz del padre es neutra, aunque hay un deje de melancolía y parece la de un hombre herido en el alma.

     Pedro no responde, y se limita a suspirar. Teme que la noche va a ser muy larga y pesada. Extiende sus piernas y cruza sus brazos, en una actitud deliberada para manifestar su desgana a mantener una conversación mínimamente trascendente.

     -¿Qué has estado haciendo hoy? - le pregunta su "viejo". Pero la pregunta no parece tal sino una mera excusa para hacerle hablar.
     -Lo de siempre, dar unas vueltas, tomar unas copas... - Pedro no entiende a qué viene aquello. ¿Estará chocheando su padre? Casi nunca hablan y, si lo hacen, es de cosas fútiles, banales, casi por compromiso. Al fin de cuentas son generaciones muy distintas, con problemas diferentes y que jamás se comprenderán.
     -¿Lo de siempre, Pedro? - la mirada es profunda. Es la de alguien que sabe más de lo que su interlocutor supone.
     -Sí, lo mismo de siempre - le contesta Pedro, que se siente molesto por aquel interrogatorio.

     Hay un largo silencio, y ambos se miran fijamente hasta que Pedro, con una vergüenza sobrevenida por no sabe qué motivo, aparta su vista de los encendidos y vidriosos ojos de su padre y la dirige a un póster antiguo que está medio desclavado de la pared.

     -¿Lo mismo de siempre es maltratar a un pobre inmigrante? - La pregunta es directa, dura e inesperada - ¿Insultar a una persona porque es de otro país, de otra raza o porque, simplemente, es más miserable que tú? - Las palabras brotan como balas de los labios endurecidos del padre, de la garganta reseca del hombre maduro, del alma herida de quien se sabe fracasado con sus hijos.
     -Yo no hago nada de eso... - replica Pedro, sin mucha convicción, pero los ojos de su padre, ¡esos ojos! lo atraviesan. Tiene que apartar de nuevo su mirada, y comienza a dar golpecitos en el suelo con sus zapatillas, sin poder remediar aquel repentino ataque de nervios.
     -No me niegues una verdad como esa - el tono de su padre ha subido en intensidad. Ya no lo ve como un "viejo chocho", o alguien caduco y que tiene que dar paso a la juventud, a "su" juventud. - Amigos míos, conocidos de toda la vida en los que deposito toda mi confianza me han dicho que ya te han visto varias veces con un grupo de chicos. Y que os dedicáis a esa "diversión" de insultar o golpear a inmigrantes.
     -No es verdad... - pero las palabras van cayendo en el olvido, y los hechos salen a la luz. Pedro se ve acorralado, y siente latir con más fuerza su corazón y replica, casi sin pensarlo - ¡Sí, es verdad! ¿Y qué tiene de malo, padre? ¿Acaso no estás en el paro por culpa de ellos? ¿Acaso no nos dan trabajo a los jóvenes porque "ellos" nos lo quitan? - Levanta la voz un poco más y es, entonces, cuando su padre se incorpora y se dirige a él. Por un momento Pedro teme que le vaya a propinar una bofetada, pero no es así.
     -Te voy a enseñar una cosa - su padre parece más avergonzado por la confesión de su hijo que preocupado por descubrir que sus sospechas son fundadas. Pedro se levanta de la silla y le sigue en dirección al comedor.

     Antes de llegar, sin embargo, su padre le hace parar ante la puerta del pequeño trastero. A continuación la abre con cuidado y enciende la bombilla del interior. Un montón de objetos, la mayoría trastos inútiles, se acumulan en un pequeño espacio: apenas unos pocos metros cuadrados ganados al resto de las habitaciones. Su padre penetra en el interior, y rebusca en la parte más baja de la tarima que se halla al fondo.
     Tras un pequeño rato buscando con cuidado, para no hacer ruido, saca un gran bulto envuelto en una enorme bolsa de plástico que no deja ver su contenido.

     Siempre en silencio, se dirige después al comedor, y Pedro le sigue, sin poder dejar de mirar aquel extraño objeto que ha cogido su padre.

     Su padre se sienta en el sofá, y él en una de las sillas del comedor. Apoya sus codos sobre la mesa y se pone las manos en las mejillas, a la espera de un largo discurso o de una aburrida perorata. Nada de aquello ocurre. Su padre, con parsimonia y cierto nerviosismo, saca una gran maleta de color verde oscuro y vieja, y la coloca junto a él, en el sofá. Pedro recuerda haber visto antes una parecida, en algún sitio, pero no sabe dónde.

     -¿Qué ves aquí? - la pregunta sobra, pero Pedro intuye que no es más que una forma de romper el silencio y de hacerlo hablar de nuevo.
     -Una maleta antigua y casi destrozada - contesta, y simula una muesca de asco.
     -Sí, es vieja y está inservible - su padre esboza una sonrisa. Por vez primera la mirada de su padre parece perdida más allá de la habitación, como si observara otro paisaje, u otro tiempo. Un murmullo de protesta que surge de la garganta de su hijo lo vuelve a la realidad. - ¿No sabes su historia? - esta vez la pregunta pretende acrecentar la curiosidad del joven. Pedro niega con la cabeza, pero en su interior quiere saber a qué viene todo este asunto, que intuye más grave de lo que parece.
     -Termina, padre, que se hace tarde - ruega, sin tener esperanza de que su solicitud sea atendida.
     - Esta maleta perteneció a tu abuelo, mi padre - A la luz trémula de una pequeña lamparita situada en una de las esquinas del comedor, el rostro del hombre envejece con rapidez y, por un breve instante, Pedro cree estar viendo a su fallecido abuelo.
     -¿Y qué? Un viejo recuerdo de familia - pero su voz se casca nada más nacer - Un trasto inútil e inservible - sus palabras son un mero escudo para defenderse de lo que pueda venir a continuación.
     -Un mero recuerdo... - musita su padre. Luego levanta su rostro y su mirada se endurece - Esta maleta tiene toda una larga historia tras de sí. Con ella mi padre, tu abuelo, se marchó al extranjero. En ella metió sus pocas cosas y una foto de tu madre, una joven de apenas 18 años, y de un bebé recién nacido, a los que no volvería a ver en varios años - Los recuerdos son duros, el hombre lo sabe, pero tiene que seguir. Seguir mientras ve como el rostro de su hijo comienza a cambiar, y su frente ceñuda da lugar a un ligero temblor en las manos.
     -Recuerdos... - la palabra se pronuncia tan bajo que apenas se oye. Pedro quiere protestar, poner peros, pero se deja llevar. Quería a su abuelo más de lo que, cree, quiere a sus propios padres.
     -Esta maleta... - el padre golpea dos veces el duro cuero- Esta maleta viajó de manos de un hombre joven por media Europa. Buscó su sitio entre cientos de miles de otras iguales, que eran llevadas por manos encallecidas, por hombres desesperados que necesitaban buscar el sustento de sus familias en otros lugares. Esta maleta... – dos golpes de nuevo, más suaves, dados con cariño- nos llevó a tu madre y a mí en una foto que se fue gastando conforme pasaba el tiempo y los kilómetros eran devorados por vetustos trenes. Esta maleta viajaba en vagones atestados de emigrantes, o inmigrantes, según el punto de vista que quieras tomar, Pedro.

     El chico recordó a su abuelo. La memoria gasta, a veces, malas pasadas, pero otras nos devuelve alegrías y momentos que nunca deberían haberse ido. El abuelo le acariciaba el rostro con sus manos duras y trabajadas, y le contaba historias de países lejanos, pero siempre situadas en lugares idílicos donde todo el mundo era feliz y nadie lo pasaba mal. También lo recordaba gastado, cargado de múltiples dolencias que pronto le llevarían a la tumba. Pero de sus labios no había salido nunca una queja de su vida anterior. Y ahora llegaba la historia que le contaba su padre, y todo comenzaba a encajar como en un rompecabezas al que, hasta entonces, le faltaban piezas.

     -Y esta maleta -continuó su padre- vino con él desde un país montañoso y casi desconocido de Centroeuropa. Antes nos había ido llegando el dinero, con lo que mi madre había superado las penurias, y después de lo que pareció un siglo sin su presencia, llegó mi padre. Yo ya tenía cerca de tres años - su mano se cerró en un gesto de dolor - ¡Tres años sin ver a mi padre que, ahora, me parecía un desconocido! Estaba un tiempo con nosotros y, después, se marchaba otra vez al extranjero. Un día, por fin, nos llevó con él.
     Tuvo que ser un tiempo muy duro, se dijo Pedro, porque alguna lágrima furtiva resbaló por la mejilla de su padre. Se levantó de la silla.

     -Tiempos en los que nos sentíamos desubicados, lejos de casa, en mitad de una tierra que, a veces, nos miraba como extraños. Pero no había, afortunadamente, nadie que nos golpease o arrojase al suelo. Aunque sí que hubo miradas, y frases hirientes... la lágrima resbaló hasta el labio de su padre, que temblaba un poco. Se llevó la mano hasta la boca y se secó aquel desliz sentimental.

     Pedro se acercó hasta su padre y se sentó junto a él. Entre ellos quedó la vieja maleta del abuelo.

     -Lo siento, papá - murmuró al oído de "su viejo", y le cogió con suavidad la mano- Y en ese preciso momento su abuelo se transformó en un viejo hombre de tez oscura que suplicaba misericordia.

     Su padre le miro al rostro. Sus ojos ya no tenían la dureza del principio sino que estaban cargados de añoranza y dolor, de pérdida y superación. Se apretaron las manos con fuerza y las dejaron reposar sobre la maleta de cuero del trastero. Y así permanecieron en silencio durante toda la noche.

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