domingo, 20 de marzo de 2011

PUBLICACIÓN SEMANAL - RELATO 8 - II CONCURSO DE RELATOS AL WADI 2009: "El Hombre que Lloraba"


El hombre que Lloraba

Lema: René Irasaqui



     Luisa se había fijado varias veces en él. Era un hombre alto, en la cuarentena, que andaba a zancadas un poco torpes y como desmayadas. No le había llamado la atención por eso, sino por la especie de protocolo que él había seguido en las ocasiones en que coincidieron en la distancia.

     El hombre llegaba precipitadamente, poco antes de la salida del autobús escolar, y se despedía de su hijo a través de la ventanilla del vehículo con una ternura sobrecogedora. Agitaba su mano a intervalos, una vez localizado el niño entre el tropel de condiscípulos adormecidos que se acomodaban en el autocar, y cuando éste partía lloraba. Lloraba, sí, con un llanto fluido y constante, sin hipidos y como si fuese algo de lo que avergonzarse. Luego, mientras enjugaba sus lágrimas, miraba de soslayo para verificar que nadie hubiese sido testigo de su debilidad y, tan rápido como había venido, volvía a marcharse.
     En la tercera oportunidad, Luisa, que acababa de dejar acomodadas a sus dos gemelas en el transporte escolar, le dio un codazo a Laura:

     -Mira, es él.
     -¿Quién?
     -El tipo del que te hablé. El llorón.
    
     Tanto le había impresionado la escena vista las dos veces anteriores, que Luisa no pudo evitar el habérselo comentado a su amiga.

     Al principio pensó que sólo le había llamado la atención lo singular del suceso.
     Luego, el hecho mismo de su reiteración. Sólo en ese instante pensó que debía haber algo más, ya que no resultaba nada infrecuente que algunos varones acompañasen a sus vástagos, sobre todo a los más pequeños, hasta la parada del autobús que pasaba a recogerlos, Pero en general esa tarea les correspondía a madres corno ella, o como Laura, o como Asun, amigas y vecinas las tres en la misma manzana del ensanche urbano.

     -Pues no está mal el tío -sonrió Laura-, no me extraña que te hayas fijado en él,
     Luisa se sonrojó como si hubiese tenido de pronto un ataque de rubéola y fue entonces cuando se percató de que el hombre aquel la atraía.

     Laura se lo dijo inmediatamente a Asun, la tercera en discordia, a quien cogió de la manga pese a que estaba dando los últimos retoques a Víctor, un chaval de 6 años con semblante de fastidio y obvias ganas de perder de vista en seguida a su obsesiva madre.

     -Ven, mira: ése es el tío que le gusta a Luisa -y lo señaló sin ningún recato, como si fuese el protagonista de un culebrón televisivo.

     El hombre no se dio cuenta de que era objeto de esa especial atención porque justo en aquel momento fue cuando se puso a llorar, corno tenía por hábito en aquellas despedidas.
     Las tres amigas se quedaron sobrecogidas por la situación y un afecto cálido que emergió de su interior acabó por conmocionarlas y hacer que se mirasen unas a otras con los ojos húmedos por la emoción.
     -¡Qué hermoso! -comentó Asun, que era la más convencional y estereotipada de las tres.
     -Se ve que sufre -añadió Laura, más prosaica.
     -A lo mejor es el único momento del día en que puede ver a su hijo -remató

     Luisa, que ya estaba fabulando con la historia de aquel personaje.
     Lo cierto es que el hombre de la llantera no aparecía por la parada todos los días. Pero siempre que lo hacía llegaba poco antes de que el autobús partiese y, tras buscar el rostro familiar entre la adormecida chiquillería, sonreía beatíficamente hasta que el vehículo arrancaba. Sólo entonces le daba por la llorera.

     Las tres amigas se mantenían en la distancia, como respetando su dolor y su intimidad. A las tres les caía de maravilla aquel caballero. Su porte, su dignidad y hasta su congoja lo hacían más atractivo. Pero era a Luisa a quien su presencia azoraba más y le impelía a querer derribar el muro de artificial aislamiento entre ellos. Y es que, de las tres, Luisa era la única divorciada.

     -Pues yo creo que ese tipo te conviene -dijo un día Asun, con su estólido desparpajo habitual.

     Las tres estaban tomando un café, una vez dejada su prole en manos del sistema educativo e, inevitablemente, surgió el tema del individuo llorón, como decía perversamente Laura, o más bien el padre desolado, como le gustaba denominarlo a Luisa.

     -Sí -enlazó Laura la conversación recién iniciada-, ya es hora de que te enrolles con alguien y el de la llorera parece un tío tan solitario y tan necesitado de afecto como tú. Nunca había sido tan directa ni tan contundente su amiga. Luisa había creído que hasta entonces había llevado su obligada y reanudada soltería con sobrio recato y hasta con displicencia, después de que su esposo la hubiese abandonado por una mulata veinteañera que "estaba de pan y mójame", como comentó una vez el bruto de Rubén, el marido de Asun, durante una barbacoa con la que pretendidamente se trataba de animar a la esposa despechada y que Luisa recordaba como uno de los peores días de su vida.

     -No sé... -se oyó decir a sí misma la aludida.

     Hasta aquel momento, carentes de más datos, las tres amigas habían recreado la presunta vida del "llorón solitario", como consensuaron en llamarlo, a falta de un nombre concreto y real. Al parecer debía tratarse de un hombre separado, al que su mujer le había privado de la patria potestad y que sólo veía a su hijo -"o hija", añadió cabalmente Laura, la más pragmática y realista de las tres- en aquellos fugaces instantes antes de la partida del autobús escolar.

     -Deberíamos invitarlo a cenar -se le ocurrió a Asun.

     Las otras la miraron casi sobresaltadas ante su ocurrencia. Pero de inmediato

Laura corrigió su actitud:
     -¿Por qué no? -dijo, mirando de hito en hito a una boquiabierta Luisa.
     Convinieron, no obstante, en que quizás era un poco precipitado.
     -Primero tenemos que hablar con él -añadió Laura, con una decisión que no admitía réplica. Y ella misma se encargó de hacerlo.

     El siguiente día en que volvieron a coincidir con el caballero lloroso, en el instante en que éste agitaba la mano en despedida del autobús que arrancaba, fue abordado por la más decidida de las tres amigas:

     -Usted perdone...-le dijo con el mohín que utilizaba habitualmente para colarse en los mercados- Pero es que le llevo visto varias veces aquí, despidiendo a su ¿hijo? -enfatizó el tono interrogativo, para obligarle al otro una respuesta sin haberle formulado en realidad pregunta alguna.

     El hombre la miró asombrado. Podría decirse que estupefacto. Ojeó a su alrededor, con un giro corporal imperceptible, como comprobando no ser objeto de ninguna trampa.

     -¿Nos conocemos? -acabó por preguntar a su interpelante.
     -No, exactamente -le dijo Laura-. Pero mis amigas y yo -e hizo un gesto vago hacia donde se encontraban mirándolos las otras dos- lo hemos visto muchas veces despidiéndose de alguien, así, como precipitadamente, ¿me entiende? Y además parece que le sea muy doloroso...

     Visto de cerca, el individuo aquel era más alto y más guapo que en la distancia.
     Incluso aparentaba menos edad que antes.
     Pasado el primer impacto de la sorpresa, el hombre, con un ademán de resignación, se sinceró:

     -Es mi hijo, ¿sabe? Vengo corriendo desde la otra parada, donde su madre, mi ex esposa -aclaró-, lo deja en el autocar del colegio y sólo así puedo verlo un rato.
     La mujer que lo había interpelado, emocionada, hizo un gesto a sus compañeras para que se acercasen.
     -Son Luisa y Asun -dijo por toda presentación-. Yo soy Laura.

     Todo había resultado más sencillo de lo que ellas hubieran creído. Aquel día, el hombre no lloró. En cambio, se quedó hablando con ellas.
     Lo de la cena fue surgiendo de una manera fluida, y no se podía decir que espontánea ya que había sido planeado al detalle por Asun:

     -El miércoles es el mejor día. Rubén viene pronto de la oficina y me ayuda con los deberes de los niños.

     El hombre de la llorera se resistió cuanto pudo. Resultaba obvio que era bastante apocado y que la vida de relación social lo intimidaba más de lo normal. Pero la persistente firmeza de las tres amigas no admitió evasivas.

     -Quedemos a las nueve. Así podemos retirarnos pronto y evitar que los niños trasnochen -sentenció Asun.

     El plan era muy sencillo. Laura y Juan dejarían a Bruno con una canguro y Luisa llevaría a las gemelas a casa de los abuelos:

     -Así, si luego surge el romance no tendrás a nadie en casa para que te incomode -apostilló Laura, con una risa juguetona y un poco perversa.
     -No creo que Ángel -ese era el nombre del tipo en cuestión- sea tan impetuoso -la corrigió Asun-, más bien parece demasiado tímido y yo apostaría a que le cuesta arrancarse.
     -Además -la interrumpió Luisa, con un nerviosismo que denotaban sus manos inquietas, moviéndose sin sentido-, quién te dice que le vaya gustar. A lo mejor no soy su tipo.
     -Imposible, hija. Al único que no le gustabas era al imbécil de tu marido. ¡Mira que enrollarse con una mulata pendona! -espetó Laura.

     Todo quedó, pues, convenido. De Víctor, el inquieto hijo de Asun, se encargaría Verónica, que con 16 años "parece más adulta que su madre", como le gustaba decir a Laura. Los niños habrían cenado ya cuando lo fuesen hacer los mayores y, tras ser presentados al más que seguro ligue de Luisa, se irían a la cama.

     Ángel, que había dejado ya el apelativo un poco infamante de llorón, fue, como era obvio, el protagonista de una velada entrañable y familiar. Muy a su pesar tuvo que contar todos los detalles de su singular comportamiento en la parada del autocar colegial.

     -Mi ex se ha quedado con la custodia y me impide ver a nuestro hijo... No, permitidme que no dé su nombre, seguro que su madre se entera y me acusa de algo... La historia va ya para seis meses, bastante antes de que se iniciase el curso... Sí, consiguió que el juez dictase una orden de alejamiento... Comprenderéis lo doloroso que es para mí y que muchas veces no pueda contener el llanto.

     Lo entendían perfectamente. También el que hubiese reducido verbalmente sólo a "muchas veces" un lagrimeo que se producía inevitablemente cada vez que se despedía de su hijo.

     El hombre aquel resultaba atractivo, en efecto. Incluso lo reconoció a su manera el bruto de Rubén, en un aparte con su mujer en la cocina, tras haber recogido los utensilios del primer plato:

     -No tiene mal gusto la cursi de tu amiga Luisa.
     Antes de que Asun pudiese contestarle con una pizca de irritación, se recortó en el vano de la puerta la silueta de su hija Verónica, emergiendo de las sombras del pasillo:

     -Cariño, ¿qué sucede? -inquirió su madre, preocupada por el aspecto macilento de la muchacha.
     -Yo... Este... Creo que debéis ver una cosa.
     -¿Ahora, hija? ¡Si estamos en mitad de la cena!
     -Pues por eso. Cuanto antes lo veáis, mejor.

     Y los tres fueron pasillo adelante hasta el cuarto de la joven. Sin saber muy bien por qué, los padres iban adoptando unos movimientos cautos y casi subrepticios, con un aire no premeditado de clandestinidad.

     -¿Qué ocurre? -preguntó la madre.
     -Eso -dijo la chica, señalando al ordenador.

     Muy grave debía de ser lo que ocurría para que Verónica revelase a sus padres que incumplía la orden de no usar el PC durante las noches. Allí estaba el aparato, con su pantalla policroma y luminosa abierta al mundo, a la información, a las evidencias.

     Lo que vieron hizo enmudecer a los padres de la chica.

     Mientras tanto, en el comedor la conversación era cada vez más distendida. La prologada ausencia de los anfitriones no parecía perturbar a los demás. Ni siquiera al adusto marido de Laura, quien sin Rubén, cuya ruda espontaneidad admiraba, solía hallarse un tanto perdido en estos encuentros sociales.

     -Eres un tipo cojonudo -le estaba diciendo en ese instante a Ángel, tras haberse ofrecido éste como profesor particular de matemáticas del niño de la casa.
     -Si decís que Víctor tiene dificultades, yo puedo ayudarle, pues he sido profesor de primaria.
     -Qué encanto -había comentado Luisa, atreviéndose por primera vez a posar su mano sobre la de él, sentado a su izquierda.

     Fue en aquel idílico escenario, en aquel placentero momento, cuando reaparecieron los dueños de la casa, con unos rostros lívidos como si un vampiro se hubiese entretenido todo aquel rato en chuparles la sangre.

     -¿Qué sucede? -preguntó Laura, la más presta en reaccionar.

     La verdad es que cuando los participantes intentaron más tarde poner en orden los recuerdos de lo sucedido a partir de entonces les resultó difícil, pues las palabras y los acontecimientos se atropellaron unos a otros.

     El marido de Laura jura que Ángel ya no estaba allí antes de que Rubén concluyese de contar lo sucedido. Luisa sólo notó la precipitada retirada de su mano sin saber muy bien a qué achacarlo, si a rubor, miedo, confusión o algo más grave.
     Verónica, a pesar de que su madre le había ordenado quedarse encerrada en la habitación, estaba allí, presenciándolo todo.

     -¿Y Víctor, dónde está Víctor? -se le ocurrió de repente a Asun, con alelado espanto.
     -Pero, ¿qué pasa? -inquiría Luisa, mientras todos los demás hablaban sin acabar de entenderse del todo.
     -¿Y Víctor? -volvía a preguntar desgarradamente su madre, mientras corría a su cuarto.

     Antes de que alguien hubiese conseguido realizar un relato no ya pormenorizado, sino siquiera coherente, de lo descubierto por Verónica, ya estaba armado el guirigay. Lo peor de todo era que Víctor había desaparecido.

     -¿Cuándo se dieron cuenta de que el niño no estaba en casa? -, preguntaba dos horas más tarde un inspector de policía llegado de la comisaría más próxima, tratando de poner orden en el asunto.

     Al final, lo consiguió. Consiguió averiguar que El ángel, el peligroso pederasta excarcelado por un error judicial, había estado en aquella casa no hace nada, como quien dice. Y lo peor es que debía haberse llevado al niño de seis años. La inocente y estólida familia no había sospechado de él en ningún momento, incluso le había presentado a sus hijos, le había mostrado sus habitaciones y no se mosqueó durante la prolongada ausencia del pedófilo en el cuarto de baño antes de la cena. Sólo la hija adolescente había tenido un pálpito.

     -Su cara me sonaba... de las páginas de Internet.

     Resulta que la chica, a escondidas de sus padres, veía con cierta morbosidad las páginas sobre niños desaparecidos, criminales más buscados y esas cosas. Aquella noche redobló sus esfuerzos merced a la sospechosa familiaridad de aquella cara y allí estaba él, en la pantalla aún sin cerrar del ordenador de la niña: "Carlos Gutiérrez, El Ángel, 38 años, pederasta reincidente, con orden de busca y captura, paradero desconocido".

     Vaya, vaya con el angelito, se dijo el inspector, recordando que el pedófilo, también conocido con el alias de El llorón, se había casado hacía unos años y que tenía una orden judicial de alejamiento de su hijo, por la sospecha nunca verificada de repetidos abusos sexuales. Y ahora el pervertido había logrado, al parecer, y gracias a la ignorante complicidad de unos tranquilos y felices padres, un nuevo chiquillo sobre el que proyectar su reincidente malignidad.

     Está visto, acabó por decirse a sí mismo el policía, ratificándose en su creencia verificada y reiterada durante el transcurso de los años, que los criminales muchas veces aparentan ser más inocentes que sus pobres y confiadas víctimas. Por eso, a falta de nada más que hacer allí a esas horas, volvió resignadamente a su casa, esperando encontrar allí, sano y salvo, a su propio hijo.

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