sábado, 12 de marzo de 2011

PUBLICACIÓN SEMANAL - RELATO 6 - II CONCURSO DE RELATOS AL WADI 2009: "Te quiero Marilyn Monroe"

TE QUIERO, MARILYN MONROE

Pseudónimo: Loomis

          Quince años de casados, Paula y yo, y, por fin, la luna de miel que siempre soñamos. La pospusimos una y otra vez por culpa de la hipoteca, hasta que el saldo deudor mostró, al fin, un cero rotundo y bonachón. No tardamos ni medio minuto en ir a la agencia cuyo escaparate empañamos tantas veces a suspiros de pena, y contratamos un viaje a las cataratas del Niágara.

     Susana, nuestra asesora onírica, nos preguntó si esa vez íbamos en serio o sólo queríamos otro folleto de viajes románticos, uno de esos que le pedíamos en los meses de octubre y abril para manosearlo y amarillearlo durante horas enteras, normalmente hasta que a la calculadora se le acababan las pilas.

     No: esa vez íbamos en serio, y no nos privaríamos de nada. A cada pregunta, respondíamos que "por supuesto"; y, aunque la limusina que nos trasladaría del aeropuerto al hotel, la botella de champaña a la llegada y el masajista particular encarecieron mucho el coste, decidimos no apearnos del "por supuesto" o de su hermano gemelo, el "faltaría más", hasta que salimos por la puerta. Decíamos que sí por pura inercia o quizá por pura hipnosis, en ocasiones sin oír siquiera las preguntas. Al llegar a casa, palpábamos ya el paraíso que nos aguardaba a la vuelta de la esquina: seis horas de vuelo sobre el Atlántico, y la felicidad a mantel puesto.

    Para mí, lo confieso avergonzado, era la primera vez que viajaba en avión, y había cumplido los cuarenta y cinco. Pero no conozco otra manera de vivir ilusionado que espaciando los momentos de alegría, y aquel vuelo me regaló dos inolvidables: el primero, la sensación de ir deslizándome sobre nubes de algodón, que me recordó a las ferias en las que mi abuela me compraba ese dulce rosa y pegajoso que nacía como despeinado; y el segundo, la película que pusieron en el circuito de televisión, "Niágara", con la mujer a la que he amado con mayor intensidad y fidelidad necrófila en mi vida: Marilyn Monroe.

     Fue, claro, una emisión muy oportuna, porque prácticamente todos los que íbamos en ese avión éramos parejas en nuestra luna de miel, cada una con sus circunstancias particulares; y las vistas de las cataratas constituían el mejor y más sugerente vídeo promocional. Cuando Marilyn cantaba "Kiss", el avión se transformaba en una misa durante la liturgia de la paz, e imaginaba que hasta las azafatas le plantaban un beso en la mejilla al animoso piloto.

    Mientras la mayoría de las parejas tomaba un minibús de diez plazas con destino al hotel, a nosotros nos esperaba la limusina que contratamos en España, y cuál no sería nuestra sorpresa al descubrir que la conductora era clavadita a Marilyn Monroe. Yo había notado algo raro cuando me percaté de que cojeaba un poco, y en el trayecto tuve una epifanía: se había roto el tacón voluntariamente, el mismo truco que empleaba la actriz para contonear con más gracia el trasero, según descubrió en los cincuenta un columnista muy observador y erotómano de un periódico de Los Ángeles.

     Sabía ese y otros muchos detalles sobre mi rubia preferida -Paula es morena-, porque había leído muchas biografías sobre ella y visto todas sus películas. A los trece años me enamoré de una fotografía en la que mi chica posaba vestida de marinerita en tierra, y a los quince escribí mi primer poema acerca de sus talentos, un diálogo angelical y bastante bobo entre Norma Jean, su verdadero nombre, y su identidad artística, asignada por el descubridor de nuevos valores Ben Lyon, seguramente otro tío la mar de observador y erotómano.

     No preguntamos a la chófer acerca de su disfraz, no por timidez, sino porque nuestro nivel de inglés no daba para exhibiciones.

     Paula se tranquilizó cuando vio que la recepcionista del hotel (el "Rose Loomis", en honor al personaje que interpreta Marilyn en "Niágara") era una mujer de mediana edad y nada llamativa. Tampoco el chico latino que nos subió las maletas se había operado los pechos para parecerse más a mi ídolo; y, además, llevaba los mocasines como Dios manda, es decir, limpios y nivelados. Aceptamos sin más el hecho de que en las paredes de la suite colgaran fotografías de "La tentación vive arriba" y "Bus Stop" ("qué típicos son estos yanquis"), y deshicimos el equipaje resueltos y acelerados: empezaba a anochecer, y aún nos quedaba informarnos de las salidas hacia las cataratas, buscar un restaurante especial, y vagar por los alrededores hasta dar con el mirador de que Susana nos había hablado en Madrid.

     Fue entonces cuando Paula se dio cuenta de que se le había acabado el pintalabios, y yo le aconsejé que pidiera uno abajo, en recepción. No hizo falta: en el cuarto de baño encontró un kit completo de belleza, con los motivos ornamentales de Marilyn que ya empezaban a estragarla.

     Había, por ejemplo, un jabón antibacteriano llamado "Gloom", y en sus dos "oes" se reconocían los ojos sensuales y como traspuestos de la amiga de Capote y musa de Andy Warhol; mascarillas de distintos efectos que tenían en común el logotipo de rubia platino que las anunciaba; un aceite hidratante de nombre Lorelei, como el personaje que interpretaba Marilyn en otra película; un sérum antiarrugas cuya divisa era un lunar; una crema para los zapatos con la clásica estampa del respiradero de Nueva York; blanqueante para los dientes hecho con un compuesto de fresas llamado "Pin-up"; champú de caviar "Dear President"; crema para las manos y uñas "1926" -deduje que por la fecha de su nacimiento-; protector capilar "Mugsy" -por un perro pastor que tuvo de joven-; gel "Bloody Mary"; Chanel n° 5; y un pintalabios, la pieza más codiciada por Paula, que se llamaba "Misfits".

    Todo un museo repleto de piezas que, como buen rapaz de hotel, incorporaría a mi humilde colección sobre la estrella, que había ido fraguando de manera fortuita o accidental: sus películas, diez o doce biografías y libros de fotos y, sobre todo, recortes de periódico y revistas de cine, que dormitaban en una caja de zapatos y en los imposibles anaqueles de una estantería de Ikea.

     Mi dicha se desbordaba como las cataratas del Niágara en aquel cuarto de baño, y me trasladaba en sueños y cubierto por un impermeable a los escenarios que recorrió esa hembra fabulosa unas décadas atrás en el mismo Estado en que yo me encontraba.

    Aún seguía volando en mi Chagall de ilusiones cuando pedí el vino más caro de la carta del restaurante. Lo pronuncié a trancas y barrancas, apoyé los codos en la mesa y miré a Paula con ojos felinos y un poco atormentados, a la manera de Joseph Cohen. Ella, en cambio, me miró como siempre, y me dijo que tenía mucha hambre. Entonces, yo volví a ser Ramón González, y seguí tan enamorado de mi mujer y tan a gusto con ella como el primer día.

    Comimos muy bien para estar tan lejos de España; y, cuando dimos cuenta del postre y nos relamíamos como gatos, Paula se levantó un momento al baño y me dejó a cargo del bolso, que tenía entreabierto (acababa de guardar el monedero y no lo había cerrado). Saqué, por curiosidad, el pintalabios "Misfits" que asomaba en la parte de arriba junto a un abanico, y lo miré con tierna simpatía. La barra era color carne, como nos gustaba a mi mujer y a mí (al fin y al cabo, era yo quien gozaba del privilegio de probar sus labios tras el aseo matutino). Jugueteando, se me cayó al suelo, y quedó junto a la pata trasera de la silla, pero la tapadera, más traviesa, se fue por otro lado –para eso formaba parte de una vida tan rebelde-, y tardé unos segundos en localizarla bajo un radiador en la mesa vacía junto a la nuestra.
Cuando me disponía a encajar las piezas, sucedió el milagro. O quizá no fuera un milagro, porque no creo que la mano divina se vaya a dejar ver en esas menudencias, y si lo hace es que es un poco tarambana y absurda. Pero pasó una cosa muy extraña, y es que Marilyn Monroe me sonrió desde el pintalabios con su ingenua belleza de barras y estrellas. Me sonrió, sí, me sonrió a mí, y hasta empezó a hablarme, pizpireta y coqueta toda ella, y me guiñó un ojo, sí, me guiñó un ojo y me puso manitos.

“Do you want us to take a moonlight walk? I love the moonlight over the Niagara Falls!

-No la entiendo -la interrumpí nervioso.

     Se me ocurrió enseñarle el anillo de casado, y me acerqué la botella de vino a las gafas para comprobar los grados de alcohol que había ingerido. Trece. Desde luego, nada que no pudiera sobrellevar un hombre hecho y derecho como yo, criado en el barrio húmedo de una ciudad en la que no escaseaban las copas de garrafón.

     Al ver que Paula volvía a la mesa, acallé el rumor de Marilyn amordazándola con la tapa del pintalabios, y me guardé la barra en el bolsillo interior de la chaqueta. Devolví el bolso a mi mujer, y me hice el despistado cuando ella pretendía ponerse más guapa (me faltó silbar hacia los lados para hacerme el despistado, qué penco, Dios mío). Como Paula no encontrara el pintalabios, cerró la cremallera del bolso sin reconocer el chasco, me sonrió y me preguntó si ya estaba listo.

     Apuramos la noche en el mirador a que había aludido Susana en la agencia. Era, en efecto, un rincón muy romántico; las parejas se besaban a la luz de la luna, y yo me sentía culpable por llevar a otra mujer en el corazón. ¿Acaso no había caído en las garras de una imagen fatal y no esperaba por ello una cierta recompensa, cuya traza, como es lógico, aún no era capaz de adivinar?
Nos besamos, Paula y yo. Yo pensaba en Marilyn Monroe. Era nuestra luna de miel, de

     Paula y mía. Yo abrazaba otro cuerpo y me enredaba en un cabello diferente. Deseaba llegar al hotel para dar esquinazo a Paula de alguna forma, y quedarme a solas con el icono más famoso del siglo xx. Si no hubiera resultado muy sospechoso, me habría apartado de mi mujer para mandar mensajes por el móvil a todos mis amigos y compañeros de trabajo: "¿A que no sabes con quién voy a pasar la noche? ¡Con Marilyn Monroe!". Pero ellos no lo habrían entendido cabalmente y, a buen seguro, habrían visualizado uno de esos juegos que practican las parejas con mucha imaginación y poca vergüenza: yo, con un bate de béisbol, haciendo el salto del tigre sobre mi mujer, quien, tendida en unas sábanas deshechas y ardientes, suplicaría ser amada por mí, con unas galas alquiladas de carnaval y un ukelele.

     De camino al hotel, el corazón me palpitaba violentamente, o quizá fuera Marilyn que reclamaba mi atención dándome unas cariñosas pataditas, como un bebé impaciente o soliviantado. Cuando pasamos por recepción, la patrona que se había ocupado de la reserva me miró cómplice, y sonrió con una mueca sagaz y pérfida, que se acentuó -o al menos a mí me lo pareció- cuando propuse a Paula que se fuera poniendo cómoda, mientras yo hojeaba la prensa en el vestíbulo. "Quiero ver cómo ha quedado el Liverpool", me excusé, y añadí que en ese equipo jugaban varios compatriotas. "Me quedo contigo y subimos juntos", me dijo. "No, no, mejor ve subiendo tú, que no voy a tardar nada, te lo prometo". "Como quieras, guapo".

     Tuvo que llamarme guapo y mostrarse complaciente, con lo fácil que hubiera sido insultarme y clavarme un tenedor en el ojo. Pero no. Paula me quería, me quería mucho, y le salía una voz encantada cuando me llamaba guapo y hablaba de mí a sus amigas. Y yo la quería, la quería mucho, porque no me reconocía en ninguno de sus elogios, y era el hombre más feliz de la tierra sabiendo que ella tenía un concepto tan elevado de mí. Me hacía intentar ser mejor persona y estar siempre alerta para no fallarle o, por lo menos, para que ella no se diera cuenta si le fallaba.

     Me quedé a solas, pues, en el gabinete de los periódicos. A unos pocos metros, un hombre aporreaba el teclado de un ordenador. Cerré la puerta para no distraerme, abrí un periódico sobre la mesilla por la sección de deportes, me desabroché la chaqueta y saqué del bolsillo izquierdo la barra de labios de Paula y Marilyn. Mientras levantaba la tapa, me decía: "He aquí uno de los símbolos fálicos más evidentes de nuestra civilización", pero el pensamiento, tan tortuoso él, se disipó como el polvo de una varita mágica cuando Venus renació de esa concha color carne que flameaba entre mis manos.

-Hi, pal, I started to think 1 had said something inconvenient at the restaurant. Didn 't you care to loosen me? Do you collect butterflies or what? Well, will you buy me a Tom Collins or do you want to kill me of thirst?

-Perdone, señorita Monroe, pero es que no entiendo una palabra. Si puchera hablar más despacio...

-What a day! This morning 1 woke up with some a hangover. 1 think 1 mixed again the Nembutal pills with alcohol. 1 thought 1 had ended up in a fussy's bed, I saw everything in pink, like from a lipstick, and I crossed my fingers to let at least that fussy be a producer. Suddenly I hit myself with a chair in a restaurant and then you shut my mouth with any further explanation. What a day!


     -Me gustaría que me explicara las circunstancias de este encuentro, señorita Monroe, porque he llegado a la conclusión de que me he vuelto loco y necesito que usted, que parece cuerda aunque hable tan raro, me lo confirme. Lo cierto es que hace mucho tiempo que la quiero. Desde que tenía trece años, he vivido obsesionado con usted, con su fragilidad y dulzura. A menudo, me la imagino con un pijama y el pelo revuelto, y me gusta imaginarla así. Me encantaría llevarle el desayuno a la cama, en una bandeja de platos humeantes y café caliente. Lo haría siempre, todos los días, no solo la primera vez. Siempre. Y hay una foto, sabe, en la que usted aparece mirando por una ventana, posiblemente en una clínica de desintoxicación, ahora no me acuerdo, y con la palma de la mano en la mejilla. ¿Sabe a cuál me refiero? Pues bien: me gustaría ser el fotógrafo a quien usted mira, ayudarla, saltar la ventana, plantarme en su salón y cantarle "Over the rainbow" o leerle un poema de Elizabeth Barrett Browning, ese que dice: "¿Cómo te quiero? Déjame que te lo cuente... ".

-You men talk too much, and no one can understand you. Have I told you my head aches? I think it is going to burst...

     -"¿Headache?" ¡Eso sí que lo he entendido! ¿Quiere una aspirina? Le puedo pedir una a mi mujer, porque yo, la verdad, no acostumbro... Estoy fuerte como un toro, y nunca tomo medicamentos. De ninguna clase. ¿Quiere que le traiga una aspirina? Paula cree que no pasa nada por tomar una al día. Dice que no hacen daño, que son incluso buenas para la salud.

-I want you to shut up and to kiss me, you fool.

     Eso también lo entendí; y, como un torrente, me vinieron a la boca las frases tantas veces ensayadas ante el espejo pero nunca dichas, por falta de necesidad: "Nunca he sido infiel a Paula, nunca". Pero las frases murieron en mí: no tuvieron el empuje suficiente para traspasar la barrera de los dientes y planear seguras por el aire en aquella habitación.

     Me acerqué la barra a los labios, y, mientras me los pintaba con los besos de mi primer amor, ese que me sonreía desde el corcho de mi habitación de provincias, solo recordaba que estaba en la sala de lectura del hotel "Rose Loomis", con Marilyn Monroe, y que un sujeto sin nombre ni rostro, pero con una camiseta de Micky Mouse, aporreaba el teclado de un ordenador más allá de la puerta. Al fin y al cabo, en las películas no había hombre que se resistiera a sus encantos: Joseph Cohen, Tommy Noonan, Don Murray, Laurence Olivier, Tony Curtis, Yves Montand, Clark Gable, y, ahora, Ramón González... Ella tenía las de ganar, y yo experimentaba la extraña y sádica satisfacción de la derrota.

-Te quiero –balbucí-. I love you.

Cerré el pintalabios, y lo guardé en el bolsillo de la chaqueta.

     Abrí la puerta y pasé de nuevo por el mostrador, como quien desfila ante un pelotón de fusilamiento en huelga de brazos caídos. Tuve la tentación de preguntar a la recepcionista si había alguna habitación libre para esa noche, pues, naturalmente, planeaba confesárselo todo a Paula, y dejar mi suerte en sus manos. Le había fallado en el momento más importante y rico de nuestro matrimonio. Pero no quise que la recepcionista fuera la primera en conocer mi caída.

     Llamé a la puerta, la 12.305. Tres golpes secos. Cuando le confesara que la había engañado con una mujer que podía ser mi abuela -murió el mismo año en que mi madre me trajo al mundo-, se echaría a llorar y me golpearía hasta que no le quedaran fuerzas, y yo no me defendería.

     Ni siquiera tuve que abrir la boca para que Paula descubriera la traición. -¿Has estado con alguien? -me preguntó- tienes los labios manchados de carmín, y la barbilla, y hasta el bigote. Parece que te has restregado en la boca de una gigante.

-He estado con Marilyn Monroe.

-¿Dónde está mi barra de labios, Ramón?

-Aquí -se la devolví, y la miré a los ojos.

-¿Te has pintado los labios con esto? -inquirió, entre sorprendida y risueña.

-Supongo que sí -le confesé avergonzado.

-Eres un fetichista peligroso. Un loco de atar. Pero también eres una criatura adorable.

     Paula se pintó los labios, se recreó en el acto de transformarse en una fruta apetitosa y próxima, incitante y cazadora, y me besó largamente. Cuando se separó de mí, me preguntó qué había sentido. Cerré los ojos y le dije la verdad: "Placer".

     -Anda, vamos a la cama, guapo. Nos queda mucha noche por delante y mañana hay que madrugar para las cataratas.

A la mañana siguiente, justamente ahí, el pintalabios de Paula en el que vivía Marilyn

     Monroe se cayó a las profundidades fogosas de las aguas, y la vocecilla de mi rubia preferida se ahogó al compás de unas campanas que doblaban en alguna parte. Regresamos al hotel en silencio, yo pensando en aquella mañana en Madrid, cuando contratamos el viaje en la agencia. "Tal vez --me decía-- transigimos con demasiados servicios superfluos, y no tuvimos la prudencia de leernos con atención la letra pequeña. Primero esa limusina y luego el pintalabios, a saber lo que nos espera todavía... ".

-Tengo hambre -me cortó Paula.

Se me fue el santo al cielo, y seguimos a lo nuestro.

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