domingo, 6 de marzo de 2011

PUBLICACIÓN SEMANAL - RELATO 5 - II CONCURSO DE RELATOS AL WADI 2009: "El Final de Aurelio Buendía"



"EL FINAL DE AURELIO BUENDÍA"

Seudónimo: Aurelio Buendía

     Como cada día de los tres últimos meses, la luz del alba sobre su rostro despertó a Aurelio Buendía de su letargo en el sillón. Eran las siete de la mañana en el hospital de Vallefreda. Imbuido por la automaticidad de la rutina, cogió las gafas de la mesilla contigua, las encajó sobre su nariz y entre las orejas, y miró a su amada pero ya decrépita esposa.
     - ¡Ah! - exclamó el anciano al contemplar lo que quedaba de su cónyuge.
     Su pálida tez había mudado en violáceo enfermizo, su torso, sus brazos y sus piernas, en tumefactos miembros de una gran infección, y su agónico gesto era fiel reflejo del mortuorio prolegómeno en el que se encontraba. Yacía temblorosa en la cama sin fuerzas para articular palabra, exhalando los recuerdos de toda una vida en un silencioso suspiro de resignación.
     - ¡Enfermera! ¡Ayuda! - exclamó Aurelio en una súplica desesperada a la par que tomaba la mano de su esposa para luego decir: -tranquila, ya estoy aquí, te quiero.
     La resignación de su esposa se tomó en comprensiva paz que permitió una breve contestación - yo a ti también - antes de que una avalancha de médicos y enfermeras inundara la habitación y arrastrara a la convaleciente hasta la uci.
     De la habitación vacía en el centro, sentado sobre la cama y sujetando su cabeza con ambas manos, Aurelio preconizaba la inevitable muerte de su esposa. La imaginó en la uci rodeada de laboriosos doctores pero terrible e irremediablemente sola, agonizando en sus últimos instantes sin compañía alguna en tan prístino trance. La imagen de la muerte trasladó a Aurelio al recuerdo de sus hijos: Ana, vilmente asesinada por su marido a la tierna edad de veintitrés años, y Fernando, muerto tres meses atrás por otro asesino implacable, el cáncer. Su vida ya no tenía sentido, se sentía el alma más solitaria de todo el orbe.
     Las palabras del doctor encargado de dar el pésame a Aurelio no hicieron sino confirmar lo que Aurelio contempló la última vez que vio a su esposa: la negligencia de una enfermera a la que su marido había abandonado junto a sus tres hijos la noche anterior, desembocó en la sobrecarga de la fatídica bolsa que debiendo ser repuesta permaneció intacta, la bolsa cuyos orines se desbordaron por el interior de la enferma anciana, infectando progresivamente cada rincón de su cuerpo hasta desembocar en la horrible muerte que padeció.

     Al llegar a casa, con los ojos abiertos y la mirada perdida de un lenguado en la pescadería, Aurelio se sentó sobre su sillón favorito y permaneció inmóvil durante horas.
     La casa estaba más vacía que nunca, las paredes pedían auxilio y los suelos compasión.
     La noche sobrevino al día y Aurelio continuó inmóvil, como un mueble más, un mueble sombrío, oscuro y resquebrajado; un mueble que añora, recuerda y sufre; un mueble que no comprende el proceder de Dios, del mundo y de la muerte. Tal y como llegara a casa la mañana anterior, Aurelio se levantó del sillón con los primeros rayos de sol y se encaminó al cementerio para velar a su mujer. Caminaba despacio y con la misma mirada vacía, incapaz de responder a quienes le hablaban en su vagar.

     En el velatorio se sentó frente al ataúd cerrado de su amada y continuó con su pétrea actitud, ora ignorando a falsos y oportunistas, ora asintiendo levemente con la cabeza ante amigos de la familia. En su gris añoranza visualizó a Isabel, su nieta, la hija de Ana, que ya debía contar dieciséis años. Le aterró la idea de que su padre, Félix, la maltratara como antaño hiciera con Ana. Sólo consiguió tranquilizarse al recordar aquel día, tras la desaparición de Ana, en que visitara escopeta en mano al maltratador, amenazándolo de muerte en el caso de que tocara Isabel. Aunque ciertamente, no haber llegado a conseguir la custodia de su nieta en el pasado, tanto por la falta de pruebas de los malos tratos, como por la tardía aparición del cuerpo de Ana a los 14 de su muerte, es un tormento con el que Aurelio siempre hubo de cargar.

     - Don Aurelio - dijo un hombre de mediana edad pero de vetusta tez, de corto cabello canoso y algo revuelto, cuyo alargado rostro envuelto por una barba insinuante asomaba sobre una vestimenta a caballo entre la bohemia y el desaliño.
     Aurelio permanecía absorto en sus pensamientos.
     - Don Aurelio - repitió el individuo - he venido en cuanto he recibido la noticia, si necesita cualquier cosa...
     Preparado para asentir mecánicamente como hiciera con el resto de asistentes, Aurelio echó una fugaz mirada al hombre que tenía ante sí.
     - ¿Álvaro? - soltó Aurelio creyendo reconocer a quien fuera el mejor amigo de su hijo desde la niñez, aquél que comenzara jugando a las tabas y al fútbol con Fernando para acabar cofundando la empresa más importante de la región -, cuanto tiempo ¿Qué tal estás viejo amigo?
     - No me puedo quejar.
     - ¿Cómo tú por aquí? Oí que marchaste a Londres.
     - Aquello no resultó como esperaba, hace ya un mes que regresé. No quiero molestarle, lo dicho, si necesita usted cualquier cosa, hablar con alguien, quizá un recado... lo que sea; sepa usted que estoy a su entera disposición.
     - Gracias. Por cierto, trátame de tú, ya son muchos años.
     - Claro.
     - Una cosa más. Quiero despedirme debidamente de mi esposa, pero hablamos tras el entierro.
     - Hecho- contestó Álvaro a la par que ofrecía un sentido abrazo a Aurelio, quien por un momento sintió algo de comprensión.
     Los dos se despidieron emocionados y Aurelio retornó a su pesar, a sus añoranzas y a sus divagaciones.

     Tras contemplar el sepelio de su esposa y arrojar un incontenible llanto de añoranza y soledad, Aurelio se vio con Álvaro en el bar del pueblo, donde el "Whisky de Malta" corría a cargo de la casa.
     - Por los que ya no están - propuso Aurelio al tiempo que levantaba la copa para brindar.
     - Y por los que quedamos - añadió Álvaro.
     - Por ambos - contestó Aurelio.
     - Por ambos - repitió Álvaro un instante antes de que ambos dejaran secas sus copas repletas de "whisky".
     - ¿Cómo estás Aurelio?
     - Seré franco contigo, ya nada me impide serlo. El mundo me parece un lugar extraño y hostil, la verdad es que no tengo ganas de seguir viviendo, no entiendo nada, no creo en nada... ya sólo me queda esperar... aunque me aterra la idea de morir solo –contestó Aurelio con la voz tenue, bronca y entrecortada.
     - No creo que el cielo esté tan negro. Aún tienes razones para vivir, motivos por los que luchar y momentos que disfrutar. Piensa en tu familia, en tu nieta, piensa en las ganas que tenías de viajar y salir del pueblo, de volver a Madrid, piensa en todo aquello que siempre has querido hacer y no has realizado.
     - ¡Hace tiempo que Dios me privó de tan dignos presentes! - exclamó Aurelio ofendido.
     - Dios no ha tenido nada que ver en esto, quizá ni exista. Tal vez el azar, puede que algún incompetente y hasta algún hijo de puta; pero contra eso nada se puede hacer, ya está escrito y ninguna estupidez lo cambiará.
     - Puede que tengas razón. Si Dios existe desde luego que es un "cabronazo", un vago, o lo que es peor... un estúpido. ¿Cómo si no iba a permitir que su más devota y bondadosa seguidora entrara con bronquitis en un hospital para acabar feneciendo de forma tan horrible?
     - Lo que es seguro es que ni tú ni yo resolveremos tan magna cuestión, así que centrémonos en aquello que si está a nuestro alcance.
     - ¿Y qué es eso?
     - Nuestro devenir, por breve o insatisfactorio que parezca. Tu devenir en este caso, también el de tu nieta, que vive con ese monstruo...
     - Ese monstruo del que hablas me apartó hace demasiados años de la sonrisa de Isabel. Con suerte he podido hacerle llegar alguna carta o verla unos minutos con la ayuda de algún que otro amable vecino.
     - Cierto, pero sabes tan bien como yo que no hay nada en el mundo que aprecie más que el dinero.
     - Sí.
     - Y que si vendieras tus tierras, tu casa y demás propiedades ganarías una fortuna; razón de sobra para que esa sabandija se torne aduladora y llame raudo a tu puerta movido por el olor de los euros.
     - ¿Y dónde voy a vivir yo?
     - En mi casa, a fin de cuentas, prácticamente la pagaste tú. Yo vendí la empresa, ahora trato de escribir un libro y no me vendría mal la ayuda de tan vívido consejero.
     - No sé, irme yo a Madrid a mis ochenta y cuatro años...puede que me esté aventurando demasiado.
     - No seas necio, siempre hablabas de lo mucho que te apetecía regresar y viajar. No lo hacías por respeto a tu esposa, que no se sentía cómoda fuera de Vallefreda, pero ahora las cosas han cambiado, ya nada te ata a este lugar, ven conmigo a Madrid, apartemos a tu nieta de ese maltratador, proporcionémosle una vida de la que se sienta orgullosa y disfrutemos de la nuestra.
     - Entenderás que necesite tiempo para pensarlo, no es una decisión que pueda tomar tan a la ligera, ya te diré algo.
     - Lo entiendo, pero no tardes- dijo Álvaro a la par que se levantaba del sitio para despedirse.
     - No lo haré - contestó Aurelio antes de compartir un complaciente abrazo de despedida con Álvaro.
     Álvaro abandonó el bar y Aurelio se quedó solo, meditabundo, compartiendo sus apegos e intenciones con el "Whisky".

     Tras largos días de encierro, unos de sufrimiento, otros de añoranza, algunos de resignación, otros tantos de meditación, y finalmente, dos o tres de esperanza y claridad, Aurelio abandonó su vieja casa del pueblo, vendió todas sus posesiones, sacó un billete de tren a Madrid y se dirigió a la estación con dos maletas que portaban cuanto le quedaba de su antigua vida.
     Al entrar en el tren, una antigua pero conocida y reconfortante sensación embargó a Aurelio, quien por unos segundos volvió a sus doce años, a sus emocionantes viajes en tren como mozo de equipajes. Supo que ya no era un ex banquero, ni siquiera un jubilado corriente, volvía a los años en los que gracias a su padre, el entonces director de la estación de ferrocarriles de Vallefreda, viajaba por toda España ayudando en lo que podía a cambio de alguna propina. Aquella sensación consiguió que sus problemas se esfumaran por un instante. No tardó en tomar asiento junto a la ventana y contemplar durante horas el árido paisaje español que tanto lo había cautivado en su niñez. Su mente quedó embargada por las imágenes tras la ventana, estaba en blanco, tan solo contemplaba, sin pensar, sin aflorar, sin sufrir.
     Las tres horas de viaje parecieron tres minutos y le apenó abandonar el tren para sentir de nuevo el peso de la cruda realidad. Al llegar a la estación de Chamartín en Madrid siguió las indicaciones que Álvaro le había dado y tomó la combinación de líneas de Metro que le permitiría llegar a la casa de su amigo en la Plaza de Oriente. Le asombró la velocidad con que se movía todo, la frialdad con la que las personas se entremezclaban una y otra vez sin inmutarse, el incesante ruido que reinaba en la ciudad y la escasa humanidad que vislumbraba en todo aquello. Sintió miedo ante lo desconocido y pensó que ya no tenía edad para andadas, que tal vez debiera haber esperado el abrazo de la muerte en su seguro y conocido pueblo.

     Todo cambió al llegar a la misma plaza donde hace más de doscientos años estallara la lucha contra los invasores franceses un dos de mayo como aquél. A los pies de la vetusta ópera Aurelio vislumbró una arboleda armoniosamente dispuesta en torno a la majestuosa estatua ecuestre de Felipe IV. En derredor a dicho jardín confluía un amplio semicírculo adoquinado cercado por las imponentes estatuas de prístinos monarcas ibéricos, cuyas impertérritas miradas vigilan, aún hoy, el monumental Palacio Real que preside tan idílico lugar desde los tiempos de Carlos III, el reconquistador de Menorca.
     La belleza de tan magnánima visión se incrementó con el cantar de los pájaros que manaba de los árboles y los rayos de sol que bañaban la plaza en aquella mañana primaveral, conmoviendo a Aurelio, que quedó paralizado admirando aquel remanso de paz, incapaz de mediar palabra.
     La casa de Álvaro resultó ser un acogedor ático con alegre decoración minimalista, agradables colores y vistas a la histórica plaza. Aurelio se alojó en un pequeño pero luminoso cuarto donde tan solo se contaban la cama, un armario de madera noble y un escritorio a juego con una silla del mismo material.

     Pasaron los días y Aurelio fue adaptándose a su nueva vida. Por las mañanas desayunaba al aire libre en un elegante café contiguo a la puerta de su edificio mientras observaba el Palacio Real, el movimiento de las palomas sobre la plaza, las reacciones de los turistas que llegaban a aquel rincón por primera vez, a los niños que jugueteaban en los alrededores con sus monopatines o cualquier otra anécdota que llamara su atención. Al acercarse el medio día, Aurelio y Álvaro conversaban a cerca del libro sobre la vida y sobre la muerte en el que Álvaro estaba trabajando o acerca de cualquier otra inquietud hasta bien pasada la sobremesa. Por las tardes, Aurelio retomó una antigua afición: la pintura. Comenzó con las vistas tras su ventana y continuó con los dispares monumentos y los más hermosos recovecos que la capital del reino podía ofrecerle. Al llegar la noche, tras una cena escogida al augur de la gula y el apetito, Aurelio gustaba de ver algún clásico del cine en "DVD" o cuando lo había, algún partido del Real Madrid acompañado de un buen habano. Los fines de semana paseaba por el casco antiguo de la capital, comía en algún restaurante recomendado, visionaba un estreno en los nobles y ancianos cines del centro o visitaba el museo que más le atrajera aquella semana.

     Cuando Aurelio ya había perdido toda esperanza de que Félix llamara en busca de sus riquezas e incluso se había planteado recuperar a su nieta por la fuerza, el teléfono móvil comenzó a sonar. Era él.
     -¿Si?
     - Hola Aurelio, soy Félix.
     - Hola.
     - Me he enterado hace poco de lo de tu mujer y quería darte el pésame.
     - Ya soy viejo para andarme con remilgos, así que iré al grano. Si mi mujer o yo te hubiéramos interesado lo más mínimo te habrías acercado con nuestra nieta a su lecho de muerte o al menos a su entierro. Pero no, preferías esperar hasta enterarte de que el viejo ha vendido cuanto le queda en esta vida.
     -Yo...
     - ¡Calla! Toda tu vida has obrado con odio hacia mi familia. Aun así te haré una proposición que seguro te satisfará: si ante notario me entregas la custodia de mi nieta, te donaré la mitad de mi pequeña fortuna de inmediato.
     - De acuerdo - dijo Félix aceptando la proposición que tanto tiempo había rondado por la cabeza de Aurelio.

     Días más tarde, al recoger a su nieta Isabel del piso de Félix en el barrio de Vallecas, Aurelio descubrió a una hermosa joven de estrecha cintura, delicadas facciones y el mismo lustroso cabello negro que caracterizara a su madre, pero cuyos ojos azules mostraban la vetusta mirada perdida de quien ha llevado una vida difícil y algo dolorosa. Ambos lloraron de emoción al encontrarse.

     A la mañana siguiente, en su habitual desayuno en el bar contiguo y acompañado de su nieta, una bella mujer a la que llevaba días observando y que contaría un par de lustros menos que él, se acercó a su mesa atraída por la nueva compañía de Aurelio. Aquella mujer que aún conservaba una bella silueta y un abundante aunque grisáceo cabello fino, cuyas líneas de la edad desprendían un elegante gesto de inteligencia y simpatía, resultó ser una antigua cantante de ópera que añorando tiempos mejores, desayunaba cada día en el mismo bar que Aurelio, frente a cuya terraza destacaba el teatro de la ópera, el Teatro Real. Se llamaba Teresa. No tardó en compartir desayunos, paseos y películas con Aurelio. Conocedora de la especial sintonía que ambos compartían, tampoco tardó en abandonar su pequeño piso de viudedad para convivir con Aurelio, Álvaro e Isabel.

     Fue un domingo cualquiera del amarillo final de la primavera el día en el que Aurelio descubrió el verdadero motivo de la mirada perdida de Isabel: el continuo consumo de "Cannabis". A diferencia de lo que hubiera hecho cualquier padre, Aurelio decidió fumar con Isabel a fin de que ésta comprendiera su error, decidió drogarse por primera vez en su vida. En la abstracción de la insólita escena hablaron de la vida, compartieron dolorosos recuerdos y, tras enrevesados razonamientos, llegaron a la conclusión de que las drogas eran tremendamente perjudiciales. Segundos después rompieron a reír a carcajadas hasta que Aurelio perdiera el conocimiento.
     Despertó algo aturdido en el cuarto de Álvaro y le pareció que cientos de tambores retumbaran en su cabeza. Al incorporarse se apoyó en un pequeño baúl sobre la mesilla y lo volcó. Numerosas fotos cayeron del baúl y al recogerlas descubrió a su hijo Fernando en posturas cariñosas con Álvaro. Su fenecido hijo era maricón, gay como lo llaman ahora. Álvaro sería algo así como un yerno. Lo que antaño habría sido motivo suficiente para que Aurelio rompiera toda relación con ambos, ahora lo reconfortaba. No pudo sino transmitirle a Álvaro lo muchísimo que se alegraba y enorgullecía de que su hijo hubiera compartido su vida con alguien tan bondadoso, leal y digno de confianza. Desde aquel incidente Isabel, impelida por la culpa, no volvió a consumir droga alguna y comenzó a pasar más tiempo con su abuelo. También empezó a acompañarle en sus sesiones de pintura, disciplina en la que enseguida demostró una gran destreza, la misma destreza que la llevaría a inscribirse dos años más tarde en la Facultad de Bellas Artes, donde destacaría como una alumna notable. Aurelio, sin saberlo, había descubierto a la que sería la artista española más importante del siglo.

     A los pocos años de que su nieta comenzara la universidad Aurelio calló enfermo. Tras meses de enfermedad y cama, en un breve instante de lucidez, observó las cálidas y atentas miradas de Isabel, Álvaro y Teresa. Estaba algo cansado y dolorido, pero la grata compañía y los hermosos recuerdos le vigorizaban de sobremanera. Ignoraba si correría por verdes prados o sí caería en el eterno abismo, aunque la duda no le atormentaba. Se sentía feliz, satisfecho y seguro. Su nieta le apretaba la mano, Teresa le acariciaba la pierna, Álvaro le daba las buenas noches y esposa e hijos lo observaban desde la fotografía en la mesilla. Entonces, Aurelio Buendía, murió.

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