domingo, 27 de febrero de 2011

PUBLICACIÓN SEMANAL - RELATO 4 - II CONCURSO DE RELATOS AL-WADI 2009: "Silencios"


SILENCIOS


I.
      Hoy no estoy para pendejadas. Me la pela todo. Me da igual estar aquí en casa pensando en las meteduras de pata de entonces, cerrando la boca frente al espejo, aburriéndome entre cuatro paredes y este silencio que me ahoga. Miro los platos de porcelana de tu madre, llenos de paz y polvo, los cuadros firmados por un tal Braum que elegimos para darle un toque chic a la casa, la chimenea de leña porque te quejabas siempre de frío y ahora sé que era frío en el alma. Era la época en la que aún sonreíamos como bobos a la cámara y te dejabas retratar en bañador, y marchamos a Egipto de vacaciones y, aún perdíamos alguna tarde diciéndonos cosas bonitas. O callando. No sé. Los objetos callados parecen muertos, tan muertos como tus ovarios y tu útero. O anunciando muerte, o final de una vida de dos: la tuya y la mía, para ser dos vidas independientes. Porque he encontrado en el fondo de los cajones las facturas que nos costaron un ojo de la cara para poder traer una criatura al mundo. Estaban junto a mi título de oficial de primera, el de informática y el del cursillo de fotografía. Y todos me han parecido igual de inútiles. Me daban ganas de partirlos a trocitos y hacer una hoguera en el salón. Pero me daba todo lo mismo. Porque cuándo se hace de noche es otra cosa.
     Espero a que llegue el sueño y olvido, o aparento que olvido. Porque me raya mucho acordarme de los planes para traer a la nena. Tú diciendo que sí, que nos íbamos a China, que allí las niñas son muy desgraciadas y a nosotros nos hacía falta una. Y yo sin poder estarme quiero porque ya no sé si entonces nos queríamos o hacíamos ver que todo iba bien. Aún te arreglabas los domingos y decías que podíamos pasear por el parque, ver a las ardillas trepar por los troncos y cerrabas los ojos a mi mundo de silencios, de mis pastillas azules y de mi bricolaje. Porque a mí me gustaba apretar tornillos, montar muebles y cosas así, y
tú nunca protestabas. Para mí las manitas y para ti las pinturas en la cara. Todas esas cosas pasaban antes de que llegara la nena y en eso tengo algo de culpa. Que se nos olvidó hablar a ti y a mí y cuándo lo hacíamos, siempre estaba la nena a vueltas. Que si tú dices, que si tú no deberías... y los silencios. Cada vez más silencios. Que era verte y empezar a pensar si me soltarías alguna contestación de las tuyas, si caería fulminado, si torcerías el morro como siempre. Así que no sé de quién fue la culpa pero la nena resultaba más cariñosa.
     Me ha dado por escribir todo esto en un papel antes de que se me olvide. Aunque nunca se me ha dado bien hablar. Pero la nena, tan pequeñita y tan quieta que llegó. No se movía, como si le diera miedo. Y se lo dije, no tengas miedo, eres como yo, quieta y silenciosa, y quebradiza como un junco. Y que conmigo no le faltaría cariño. Que si quería tocar una hoja alta de un árbol, allí estaría yo para subirla, Y si quería ... lo que fuese, que para eso era mi nena. Porque a la nena se le decían las cosas una sola vez. Y la nena no podía llorar. La nena riendo, de eso sí me acuerdo. Me da por ponerte todo esto así por escrito porque abajo hay un niño, creo que de la edad de la nena. Sé que no debo meter las narices dónde no me llaman, pero llora mucho. Le riñen a todas horas. Pongo la tele muy alta para no escuchar los gritos de la madre, como los tuyos, ni los del niño, como los de la nena. Y no salgo al pasillo para no armarla. Entro en la cocina y la tomo con las cazuelas, la freidora, y no paro hasta que la ropa huele a fritanga y la comida se quema y, al final la tiro por la taza del water toda junta pensando que da igual que se atasquen las cañerías y que si hay ratas o cocodrilos así hago una obra de caridad con las sobras. Tiro la cadena y después vomito el revuelto del estómago entre dolores de cabeza y espasmos por echar la vida por la boca. Sé que debería comer algo pero no me pasa la comida. Sabe a jarabe de limón y me da por pensar que tengo un cáncer, que estaría bien que fuese rápido y me despachara pronto al otro barrio. Y después sé que de nuevo son los puñeteros genes de mi abuela, los de la depresión, los que van a acabar con mi vida. Ni siquiera las sopas de pan con ajo, que mira que me gustaban. Pero sin la nena... Ahora la nena me tendría miedo. Un esqueleto con huesos, eso soy de tanto que he perdido. Ya digo, nada bueno puede ser esto. Debería arreglarme para la visita de mañana. Que cosas.
     Cuándo llegó la nena habían dicho que sí éramos idóneos. Me encanta esa palabra. Idóneos. La repetimos cien veces, mil, hasta que dejó de tener música de cascabeles. Y ahora parece que ya no lo somos. Que han de evaluarnos de nuevo. Suspendidos. Como si una vez aprobada la Selectividad, a los profesores les diera por decir que no vale, que hay que repetir el examen. O que después de ser doctor, hay que volver a empezar a estudiar primero de Medicina. Me siento como si mi vida se hubiera parado entonces. Igual de solo. Sin mujer ni hijos, en un apartamento compartiendo gastos con cuatro más. Los libros en la mesa, la ropa tirada y la pila con platos de una semana sin fregar.
     No sé por qué no te escuchaba. O porqué no hablábamos. Me siento en una silla y aprieto bien los puños, y cierro los ojos y me cubro la cara, como cuándo vomito y los vuelvo a abrir y sigo igual de solo. Están las letras de la luz y el gas.
     Teléfono ya no uso. Nadie .llama ni para preguntar. Tampoco veo fútbol. Menos bajando a segunda, como yo, yeso me deprime porque se dejan ganar y están a punto de bajar a tercera y mi ánimo no lo aguanta.
     Me meto en mi lado de cama y me acuerdo que a ti te gustaba siempre a la derecha. Te quejabas que desde que llegó la nena no te hacía tanto caso. La nena. ¿Quién nos mandaría traer a la nena? Pero tú siempre diciendo que tan solos, tan callada la casa, como si te asustara el silencio de los muebles, que al menos una, y que mejor dos nenas. Y yo en silencio, ocultando a aquella mujer que tenía que decidir lo de idóneos mis tristezas huecas y mis pastillas azules y mis silencios.
     Diciéndole que aparte de quitar las espinas al pescado y trocearlo en filetes, me encantaba leer a Kafka, una mentira piadosa porque nunca he leído a ese hombre pero sí he deseado metamorfosearme en cangrejo. Si me reencarno en otra vida sé que elegiré un animal silencioso que ni cante ni hable.
     La nena. Sí, la nena y lo que costó la nena, el capricho de la nena. ¿Sabes? A veces pienso por qué no te daría por cambiarte el abrigo de visón, o por comprar un coche nuevo o por ir dos veces de vacaciones en vez de una. Pero te dio por la nena. Aunque en realidad, querías a la nena por si ella podía arreglar lo nuestro. Y lo nuestro debía de estar ya roto. O casi roto. Porque a mí no me gusta hablar mucho. Ya te he dicho, las cosas se dicen una vez. El resto, el fútbol, las copas, hablar, todo eso me aburre mucho. Me cansa mas bien.
     Así que si lo pienso despacio, no sé si la culpa es más tuya que mía, y que ahora que nos han quitado a la nena, ahora que ya estás a gusto, me da igual tener un cáncer de estómago, ojalá me muera enseguida y nadie me llore. Y me quemen con un poco de leña hasta hacerme cenizas. Cuándo llueva o sople el viento, ya marcharé dónde sea, porque sin la nena...

II.
     Lo he dicho siempre. Hasta que no se pierde, una cree que puede con todo. Una vez que dije el sí quiero, se acabó mi vida. Se acabaron mis aventuras, mi tiempo, mi sorpresa y mi esperanza. Ya todo funciona a cámara lenta, como si algo enorme se hubiera caído encima. No sabría decir cómo ocurrió o cuándo los silencios fueron grandes. O cuando tuve que pensar en apretar el cinturón y prescindir de un vestido o unos zapatos. Cuándo se me agrietó la vida entre comidas, plancha y calzones sucios. Cuándo dejé de ir a la peluquería y pasaba horas cepillándome sola en cabello.
     Casi no me acuerdo del tiempo de enamorados, de la rosa sobre el almohadón. Sí del silencio. Y del reproche en su rostro y su corazón. De mis niños perdidos. De la culpa. La impotencia. Y de nuevo sus silencios hirientes, recriminándome la pérdida de una vida entre mis piernas. También empecé a no dormir bien. La conciencia, ese ser diminuto que me apuntaba directa echándome más culpas. A rebelarme a sus silencios contestando. Así vivíamos, entre el aburrimiento y la rabia antes de lo de la nena. ¡Cómo no, la nena! De China. Dije de China porque las veía indefensas en un orfanato, atadas a las sillas y con un futuro triste y lleno de mala suerte. Nenas tristes como yo. Nenas aburridas. Nenas conformadas con su suerte. Nenas idóneas con los culitos al aire y dietas de arroz. Nenas del año del caballo y con suerte.
     La nena al principio no hablaba. Era la nena. Y la nena debía estar contenta. Todo para la nena.
     He cogido boli y papel. Se me da fatal abrirme y contar qué ha sido de mi vida, como cambió mi vida y lo arrepentida que estoy de no haber enderezado el árbol a tiempo. Afuera no sé si llueve, da igual. Por las noches, hiela en mi corazón. Es mentira que la vida es bella. Mentira todo. Mentira que la nena arreglaría lo nuestro. Mentira que no debía gritarle. Mentira que tú lo hacías mejor que yo.
     Se nos llevaron a la nena, a su nena. Porque la nena no tenía ojos más que para él. Él para ella. Todo. Le permitía todo. A mí me sacaba de quicio y con mis nervios ... perdía los nervios, lo juro. La nena se lo contaba a él. Él me gritaba. La nena se crecía, yo dejaba de ser alguien. La nena. Esa nena que llamaban "sota" y "petarda". Esa que aprendió ante el espejo, ensayando la cara más triste a desarmar a su padre. A que su padre la armara. A armar a la nena.
     A la nena he intentado domarla. No tiene los genes muertos de su padre sino unos genes venenosos que se nos escurren por la casa. Ella tiene la última palabra. Ella tirando un juguete a la cabeza. Ella queriendo ser el centro del mundo. Ella, siempre ella. Ella en medio de los dos. Porque ella adora a su padre. Su padre a ella. Estoy fuera. No soy nadie. La nena. La nena ganando terreno. Y yo pensando en la idoneidad. En como mentí a la señora que valoraba mi estado mental. Mis nervios. Los nervios porque no nos dieran a la nena. La cara de limón agrietado de su padre. La culpa. La impotencia. Estos nervios que van a acabar conmigo. Salgo a la calle y me intuyo loca. Creo que he perdido la poca cordura que me quedaba, la paciencia. Salto por nada. Por todo. Contesto sin pensar. Hiero a la gente. A la nena. A la nena también pero se lo cuenta a su padre. Es intocable. La veo sin remedio. No puedo. No quiero. La profesora me ha
llamado para hablar. Tampoco puede con la nena. Que si sigue así nos la tendremos que llevar. Que si sé que pega. Que ha roto un juguete en la cabeza de un compañero. Que si le marcamos normas. Que los niños han de tener unas normas. Que no, que la nena no sufre. Que es lo mejor para ella. Le digo lo de su padre. Calla. El mismo silencio de todos. Un silencio que me oprime el alma. La nena ha ocupado mi lugar. Soy la nena. Quiero morirme. Da igual. Me la suda todo. Me la suda la señora que quiere examinar de nuevo mi idoneidad. Si al tirar la cadena pudiera perderme por la tubería... convertirme en rata... Debería haber nacido en el año de la rata. Me equivoqué. Lo he dicho siempre.

III.
     Quiero irme a casa con papá. Papá me entiende. Si me apetece que él coma, come sin rechistar. Si quiero que se quite las zapatillas, camina descalzo. Si mamá me riñe, papá me defiende enseguida. Papá es un sol. Solo quiero vivir con papá. Papá es grande, muy grande. Y muy fuerte. Le mando callar a la señorita.
Le había dado un mordisco a Pablito, el muy imbécil, porque no me había querido dar el coche. Lleva una venda y unos puntos como los de coser. Que se fastidie.
     Porque papá no me riñó ni nada. Ante todo soy yo. Le pedí un helado de chocolate y me lo compró. Y aunque mamá intentó castigarme sin tele, papá no la dejó. Me vi todo lo que quise y cuándo pasaba mamá le hacía un "te chinchas, gané yo".
     Date cuenta que gano yo, le dije . Yo. Me encanta. Soy más fuerte. Bueno, me hago pis por la noche y llevo braguita. Eso me joroba un poco. Nadie debe enterarse. Me llamarían meona. Mamá cuándo se enfada mucho me lo dice. Meona, más que meona. Yo la llamo puta. No sé qué es pero le fastidia mucho. Quiere darme una ostia pero le digo que no duele y que si me pega la denunciaré. Diré que me maltrata. Ya sé que no es mi madre ni papá mi padre. Pero papá me deja hacer lo que me da la gana, que si no. Papa es tonto del culo. Nunca respira. Y mira que le hago todas las perrerías del mundo.
     A papá no hace falta decirle que no me da la gana. Le hago un puchero, doy un portazo y lloro dos minutos. Es suficiente para conseguir lo que quiero. A mamá le digo que no me da la gana porque rabia. Es como yo. No quiere perder nunca. Estaba acostumbrada a hacer con papá lo que le daba la gana a ella antes de llegar yo. Ahora no puede. Rabia. Me mira con esos ojos descompuestos como diciendo que si pudiera, me devolvía. Que me metía un petardo en el culo y me mandaba a China de nuevo.
     Ja, no puede. Soy su hija. Le guste o no. No sé que quiere esta señora. A papá lo hago grande. Me protege. Me quiere. Mamá no. Mamá me grita, se lo cuento a papá y papá le grita a ella. Se está poniendo muy pesada y le huele el aliento a mostaza. Además, no quiero seguir hablando con ella. Tiro la silla y la amenazo. Si te acercas te la lanzo a la cabeza. Me cree capaz. Yo sería capaz.
     Idiota. No me deja hacer lo que quiero. No quiero hablar. ¿Y tú qué? O tienes pareja, verdad -le digo. Se te nota en la cara de amargada. No te da derecho a pagarla conmigo. Me he cansado. No diré nada más.
     Mis silencios son como los de papá. Sé que los silencios ponen nerviosa a mamá. No sabe lo que tramamos en nuestras cabezas. No sabe qué decir, como romper el hechizo, como aproximarse sin que le bufemos. Ese silencio pone nerviosa a la señora. Se remueve en la silla. Es la hora de comer. Pido comida.
Chillo que quiero comida. Me ruge el estómago. No se inmuta. Está callada, pasando las páginas de un libro. Me abalanzo sobre él pero lo tiene muy sujeto, como si esperara mi reacción. No puedo quitárselo. Me caigo. Me golpeo la frente. Le digo si ha visto lo que me ha hecho. Que la vaya denunciar. No dice nada. Continua como si no me hubiera oído. Miro las paredes. Veo las cámaras.
     ¡Maldita sea! Hay cámaras. Si quiero comer tengo que inventar algo mejor. Finjo un ataque de apendicitis, lo vi en la tele. Me quejo de mucho dolor. Sin hacerme mucho caso llama al medico. Viene con una aguja para sacarme sangre. Quiero negarme pero me sujeta tan fuelte que no puedo moverme. Papaaaaaa -grito. Pero papá no está.
     Mentiste, me dice. Suena igual que meona. Me duele y no sé si enfadarme o no. Mentiste-repite. Así que ahora te vamos a castigar. Lejos de papá no soy nadie. Me ruge el estómago. Tengo hambre y por más que grito no me dan de comer. No quiero ir a ningún sitio. No iré -le digo. La carne le cuelga del cuello como a las gallinas. Me mira como si fuera tonta. O como si no entendiera mi tozudez. Me dan ganas de decirle cuatro cosas. Que es una amargada, que ella se aguanta cuando no tiene algo, y se cree más feliz, que yo he aprendido a conseguirlo todo. Que en cuanto lo tengo, deja de interesarme, y que una pardilla como ella no me va a cambiar con su charla. Joo, si al menos me diera algo de comer. Si viniera papá, comería seguro. Papá sí que es bueno. No hay nadie como él.
     La señora amargada, después de estar callada mucho rato dice que es hora de dormir. Ha seguido leyendo su libro, mirando de vez en cuándo por encima de las gafas. No puede ser hora de dormir -le digo. No hemos cenado. No es posible que ella no tenga hambre. Dice muy despacio, como para no exaltarme, que hoy no hay cena. Papá jamás habría consentido algo así, bruja, más que bruja. Y ella, otra vez muy despacio, repite que las normas las marca ella y que además, papá y mamá ya no pueden hacer nada, que les han quitado mi custodia, que ya no vamos a vivir juntos.
     Creo que se me están quitando las ganas de gritar. Con la bruja no sirve. Parece hecha de piedra. Me rugen las tripas. Tengo hambre. Papá. Me duermo apretándome el estómago. Me hago pis, un pis enorme. Es cierto, soy una meona. Huelo a pis. La braga mojada. La sábana. Cierro los ojos intentando borrarlo pero al abrirlos, la bruja está allí. Pregunta si tengo algo que contar. Y por primera vez,ella tiene la última palabra. Acabo de perder el privilegio de ser el centro del mundo. Solo soy una nena petarda que vive en el mundo. Una meona de la que no se ríen, sino que los demás niños sienten lástima. Quiero llamar a papá y decirle que todo va bien, pero no va bien. Demasiado tarde para estar de nuevo los tres juntos. Ha sido todo por mi culpa, sí, nada más que por mi culpa. Pero no lloro ni nada. Aquí no sirve.

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