domingo, 20 de febrero de 2011

PUBLICACIÓN SEMANAL - RELATO 2 - II CONCURSO DE RELATOS AL-WADI 2009: "La verdad del Malabarista"



"¿Recuerdas lo que pasó ayer?



¿Crees que eso le importa a


alguien? ¿Recuerdas a los


hombres de la ciudad?


¿Crees que tu


explicación


servirá de algo?"

La perla, 1948.

John Steinbeck

LA VERDAD DEL MALABARISTA

Gárgola


     El calor hacía temblorosa la imagen lejana de la cárcel. Una carretera recta y abandonada llevaba a la puerta del centro penitenciario; edificio de hormigón que parecía haber caído del cielo en medio del desierto.

     Preparé mi documentación. En la entrada había cientos de personas de todas las razas. No me importaba mezclarme con la amalgama de hombres y mujeres; según las estadísticas, la mayoría gitanos y rumanos, familiares, amigos o cómplices de aquella lepra social que colmaba la cárcel del Acebuche.

     El funcionario pronunció mi nombre, Mario Santana Robledo. Yo ya tenía el DNI en la mano. Entré y recorrí la soledad del pasillo junto al resto de la gente. Al fondo, mi tío y su escuálido cuerpo maltrecho me esperaban con una sonrisa de malabarista.

     Hablamos y fumamos juntos, casi dos horas, hasta que el funcionario nos hizo un gesto discreto.

     El sol calentaba como si aquel hubiera sido un lugar tórrido del continente africano.

     Hacía tanto calor, que el alquitrán del asfalto se había derretido. Algunos pájaros, pegados a la superficie viscosa de la carretera, recibían la procesión de hormigas. El viento del tráfico movía sus plumas muertas, igual que si todavía las aves hubieran estado vivas. En el arcén se van acumulando infinidad de cadáveres. Como yo, mi tío Wences había sido aficionado a la bicicleta y lo había comprobado en muchas ocasiones. La estadística del buen observador de cunetas dice que ganan los gatos, luego los perros, a los que siguen los erizos, los pájaros y muy descolgadas, las ratas. Los insectos prefieren estrellarse contra la carrocería de los coches, pero sobre todo, en el cristal. En cuanto a los pájaros muertos predominan los gorriones, las abubillas, alguna pajarita de las nieves que se ha rezagado en su migración, palomas y en muy pocas ocasiones se pueden encontrar mochuelos o tordos. Algunas veces se puede dar con los restos de rapaces muertas sin honor.

     Al tío Wences le robaron su bicicleta el año en que Mario, el que hoy recuerda todo esto y escribe, tenía apenas tres años de edad y desde entonces, no ha subido en ningún vehículo de dos ruedas. La bicicleta es mujer de un solo hombre.

     Aquella mañana conducía su coche, un antiguo Renault 8 del año 66. A medio camino entre Elche y Crevillente, el tío Wenceslao se desvió de la nacional trescientos cuarenta y tomó la vía de servicio que cortejaban los almacenes de baratijas, electrodomésticos y juguetes: tiendas regentadas por comerciantes extranjeros. Era un polígono industrial de naves gigantescas, cuyos letreros estaban escritos en árabe o chino, ya pocos en español.

     Aparcó el coche casi en la puerta del primer almacén. Después de sacar la llave, se colocó su gorra maoista y bajó. En la puerta había varias motocicletas pequeñas, réplicas bastante fieles de Harley Davidson, otras de carretera y algunas de trial o motocross. El tío Wenceslao se fijó en una bastante parecida a la Honda CBR, negra y amarilla, como una avispa. Le preguntó a uno de los moros que andaban por allí cuál era su precio. Despreocupado, uno de ellos sacó sus ojos del letargo oculto bajo la gorra de béisbol y le contestó: ciento cincuenta euros. A continuación, sin que nadie se lo pidiera, el vendedor se levantó y sacó la moto para que el cliente pudiera verla mejor. Quizá su olfato de comerciante había olido en la cara del tío Wenceslao el interés por comprar; mi tío Wences no era un mirón que merodeaba por allí para entretenerse y el buen comerciante suele olfatear la intención de comprar.

     El tío Wenceslao pensó en la cara que pondría Mario, su sobrino de nueve años -es decir, yo mismo- al darse de bruces con la moto. Sonrió. El gesto agradó al joven marroquí. Ya bastante seguro de la venta, se volvió para coger la tetera. El vendedor arrojó y escanció el té desde casi un metro sobre uno de los vasos decorados con barrocos motivos geométricos y se lo ofreció amistosamente al cliente. Además, el vendedor también sonrió y mostró una dentadura descuidada pero glorificada con un diente de oro. El tío Wences no rechazó la infusión. Tomó el vaso con su mano y dio un trago. Estaba caliente y demasiado dulce, no le agradó demasiado, pero se lo bebió a la sombra de la personan del establecimiento.

     El tío Wences se imaginó otra vez la cara de su sobrino cuando descubriera el inesperado regalo. El comerciante cogió unas cuantas servilletas en la mano y empezó a sacar brillo a la carrocería de la pequeña motocicleta. El juguete brillaba. Luego limpió la goma de los neumáticos con una bayeta que antes humedeció en un cubo de agua y espuma de detergente.

     La moto cobró todavía más vida. Fue entonces cuando mi tío Wences dijo: -me la llevo-, no sin antes comprobar que llevaba el dinero suficiente en el bolsillo. El vendedor avisó en su lengua con una voz fuerte, y pronto apareció un adolescente desde el interior del almacén con varias pegatinas en un pliego de papel plastificado. El chico empezó a revestir el cadenado de la motocicleta con los adhesivos. El tío Wences se acercó al adolescente y le pidió por favor que no fijara la pegatina de la bandera de los Estados Unidos. El marroquí se sonrió y pronunció la palabra América, pero con un fuerte acento árabe, tanto que convirtió la c de América en casi una jota, y al volver a repetir el nombre del continente, la palabra sonó Amérikha. Algo así como Akhenaton, el antiguo faraón.

     La moto había quedado perfecta. Le explicó el modo de ponerla en marcha y cómo apagarla. El arranque se efectuaba mediante una cuerda y el apagado, pulsando un botón que había junto al puño. El vendedor se aventuró a hacer la demostración: tiró de la cuerda y a la tercera vez, arrancó. Había que tirar con fuerza. El motor hizo mucho ruido. Mi tío Wences siempre había detestado el ruido de las motos, pero esa vez sonrió porque se trataba de un regalo que yo nunca hubiera esperado. El marroquí levantó la rueda motriz y aceleró, la rueda se revolucionó rápidamente, luego frenó para comprobar el estado de los frenos, la rueda se detuvo casi en seco. Los discos nuevos y todavía libres de surcos, brillaban nuevos al sol. El propietario ordenó a un chico que se subiera para probarla en carretera. Era alto y muy delgado. Cualquiera hubiera confundir con un saharaui o un mauritano. Se sentó casi como un contorsionista en la pequeña motocicleta y le dio puño. El juguete empezó a andar y a correr por toda la avenida central del polígono. Era rápida y hacía el mismo ruido que la moto de gran cilindrada.

     Todo estaba listo. Plastificaron la moto y la subieron en el asiento trasero del coche. El tío Wences introdujo su mano en el bolsillo, sacó tres billetes de cincuenta euros y se los entregó al joven vendedor. El adolescente estaba en un segundo plano, miraba la escena del pago. El propietario del almacén comprobó la autenticidad del dinero y le sonrió como despedida. El tío Wences se subió en su coche, deseó suelte a los comerciantes desde el asiento e inició la marcha.

     Estaba algo nervioso, tenía treinta y cinco años y era igual que si un rastro de la infancia lo hubiera recorrido en ese momento por el corazón, tanto que subió sus pulsaciones, como si la pequeña motocicleta hubiera sido para él mismo. Durante el viaje corrió algo más de lo normal debido a la emoción que le producía la imagen de Mario sorprendido por la presencia de un juguete tan espectacular como una motocicleta con motor de gasolina.

     Reconozco, sobre todo ahora, que el tío Wences era un hombre especial. Para mí, su sobrino

     Mario, era el tipo más divertido del mundo; no se parecía en nada al resto de los mayores; un hombre distinto. Lo veía poco, siempre estaba muy ocupado, aunque no tenía un trabajo conocido ni profesión estable; andaba unas veces en unas cosas y otras de viaje, en lugares lejanos que yo sólo conocía por los mapas y las películas. Un día íbamos mi madre y yo por el parque municipal y lo encontramos haciendo equilibrios y tirando fuego por la boca junto a otros artistas callejeros. Yo no lo reconocí, mi madre tampoco, fue él quien se acercó y nos dio la sorpresa. Tenía toda la cara pintada e iba disfrazado con unos zaragüelles amarillos y unas muñequeras de cuero con remaches plateados. Sobre un rodillo en el que hacía equilibrios, tiraba bocanadas de fuego como un faquir. Era una actuación callejera, estaba rodeado de mucha gente; un corro de más de cincuenta personas le ponía cerco, pero yo sabía que todo aquel número era para mí solo; entre el irisado maquillaje, los ojos de mi tío Wences se abrían camino, me miraban y se comunicaba conmigo, solo conmigo. Sabía que aquellas llamaradas iban a ser las más potentes de la noche. Luego nos fuimos sin despedirnos. Mi madre dijo que el tío estaba trabajando y que no era bueno molestarlo en ese momento. Tiró de mi brazo y yo me fui volviendo la cabeza todo el tiempo. Sé perfectamente que se despidió de mí, porque cuando se dio cuenta de que nos habíamos marchado, nos buscó con la vista y muy a lo lejos ya, me guiñó un ojo y lanzó un fogonazo enorme que iluminó el lugar como una relámpago en medio de una caverna. Lo recuerdo perfectamente. Aquella fue la última vez que vi a mi tío Wences después del día de la pequeña motocicleta.

     El tío Wences llegó a nuestro barrio. Tuvo mucha suerte porque encontró un sitio para poder aparcar el coche cerca de nuestra casa. Cogió la moto y la descargó. No era demasiado pesada y el tío Wences estaba muy fuerte. Tenía unas potentes bolas en los brazos. Parecía un forzudo. Le quitó los plásticos y la moto relució otra ve a la luz de la tarde de verano. La llevó en brazos a la acera de nuestro portal. La puso en marcha a la primera y tocó el timbre de nuestro interfono. Recuerdo que contesté yo mismo. Sabía que era él porque teníamos un código secreto. Bajé las escaleras corriendo. El tío Wences me esperaba de brazos cruzados, impaciente y nervioso, pero con una apariencia serena, como si él hubiera sido yo mismo. Mi corazón sonaba a gran velocidad y lo podía escuchar yo mismo, confundido con cada pisotón que daba sobre los escalones. Cuando llegué a la calle, mi tío Wences estaba en frente de la puerta, con una media sonrisa que no lograba ocultar el papel de un hombre distraído. Era un buen actor: miraba al cielo, silbaba una cancioncilla de circo, movía el pie sobre la acera y de reojo, vigilaba la hora del reloj. Se había colocado de modo que no me dejaba ver la moto. Yo no podía imaginar qué estaba a punto de ocurrir, pero lo presentía como los niños saben detectar los regalos. Después de unos segundos me miró a los ojos, se apartó, echó la vista atrás, me volvió a mirar con gesto de sorpresa y con un ademán circense presentó el regalo. Fue entonces cuando la moto apareció en la escena, a unos pocos metros de mí. Tenía el motor en marcha, tendida sobre una de sus patas, en medio de la calle, como una vedet de la carretera. Al principio no entendía que era para mí, una moto de verdad, con motor de gasolina, tubo de escape y puño.

     Yo tenía nueve años. No podía hablar ni moverme. Aquella moto de carreras era para mí, y estaba allí delante, con el motor en marcha, con el asiento de cuero negro esperando a que me subiera en ella. Pero mis músculos no respondían, ni siquiera pude pronunciar una sola palabra. Me quedé inmóvil, encima de la acera, con una sonrisa de tonto, mirando la moto... Ahora sé que hay momentos instantáneamente infinitos pero que nunca se vuelven a repetir. El tío Wences me miraba. Me daba un poco de vergüenza. Yo era feliz, absolutamente feliz.

     Aprendí a llevar una moto gracias a aquel juguete fabricado en China. Me caí muchas veces durante el año y llevé extensas heridas en las piernas, sobre todo en las rodillas. Me dolían mucho, sobre todo cuando tenía que meterme en la cama. Comenzó el curso en septiembre y fue todo un privilegio que mis compañeros de clase vieran los quemaduras de la moto que yo lucía como una medalla de guerra. Solía contarles cómo habían sido los accidentes. Los exageraba un poco. La moto me convirtió en un héroe para todos mis compañeros de curso.

     A los pocos años, la moto quedó olvidada, aunque nunca se borró de mi memoria. Tardé muchos años en volver a ver a mi tío Wences, pero yo nunca me olvidé de él, a pesar de que en mi casa mi madre nunca hablara de su hermano. Se fue a vivir durante muchos años a Sudamérica. Alquiló un pequeño apartamento en la Plaza de Sanmartín, en el centro de Lima y de vez en cuando, me enviaba una postal escrita con una letra que no acertaba nunca a descifrar y que mi madre siempre me leía.

     Pasaron unos cuantos años. Me acababa de matricular en la universidad. De repente me llamó desde una cabina del aeropuerto para decirme que acababa de llegar de Lima. Fui a recogerlo yo mismo. Durante el viaje de vuelta estuvimos recordando el día de la pequeña motocicleta. El tío Wences estuvo casi cinco años en Perú. Todo aquel tiempo pasado se veía en su cara. Era un hombre más viejo. Tenía casi cincuenta años, pero de todos modos, nadie lo hubiera dicho; su aspecto, su forma de vestir, incluso su carácter, le hacían parecer un tipo joven y propietario de un cuerpo imperecedero. Decía que su único secreto eran las frutas y las verduras y sobre todo sentirse libre.

     Estuve todo aquel primer día con mi tío Wences. Recordamos varias veces el regalo de la motocicleta porque a los dos nos hacía felices. Le hice un resumen de lo que había ocurrido en mi vida durante su ausencia, aunque las cartas lo habían tenido al corriente, no era lo mismo contarlo en primera persona. A continuación, fue mi tío Wences el que me dio cuenta de su nueva vida en España tras los años de ausencia. En realidad, no tenía ningún plan; seguía siendo y pensando como un vagabundo. El tío Wences no preveía nada, prefería improvisar; era una vida de clown. Había vivido así siempre, y al medio siglo de vida no iba cambiar. Tenía una idea de la existencia muy diferente a la de la mayoría de la gente, quizá todo eso lo había alejado de mi madre, su hermana. Nunca se comprendieron.

     Mi primer objetivo fue ayudarle a buscar un trabajo. El tío Wences nunca había tenido un empleo convencional. Había sido malabarista, actor de doblaje o monitor de actividades subacuáticas entre otras muchas cosas. Todos los días examinaba las ofertas del periódico y se daba una vuelta por la oficina del INEM. Era el momento exacto para ofrecerle mi casa. Sabía que no iba aceptar, pero lo tenía que hacer. Rechazó mi hospitalidad. Yo vivía en un piso que estaba pagando poco a poco gracias a un aval de mi madre, un quinto sin ascensor que había comprado antes de dispararse los precios. Pero el tío Wences era demasiado independiente y rebelde. Prefirió una habitación con derecho a cocina en un piso compartido con inmigrantes de varios países. No encontró trabajo. Estuvo buscándolo durante unas cuantas semanas. Al final, se enroló en un café teatro para interpretar cuentos y monólogos los viernes por la noche, también hacía de payaso de fiestas infantiles, comuniones, cumpleaños, etc. Iba viviendo con cuatrocientos euros al mes de media. De vez en cuando, quedábamos para tomar unas cervezas y nos contábamos el tránsito de la vida. Yo estaba estudiando biología y a él le encantaban las historias de los bichos. Le presenté a una joven bastantes años más joven que él, separada, que trabajaba en el servicio de limpieza de la universidad. Era simpática e inteligente y también aficionada al teatro. La relación no pasó de tres meses. El tío Wences era un poco promiscuo y le puso los cuernos. En su defensa se puede decir que, según él mismo me contó, estaba bastante borracho aquella noche y no se pudo resistir ante los encantos de una colombiana treintañera que debutaba como compañera de piso.

     Desde que mi tío Wences estaba de nuevo en España, no había parado de beber ni un solo día. Además, filmaba demasiado. Intentaba dejar ambos vicios, pero no era capaz. Por primera vez empezó a deprimirse; el dinero apenas le llegaba para sobrevivir y se sentía sólo, además, el corazón le lanzó un aviso y tuvo que reducir sensiblemente el tabaco y el alcohol. Sus ojos se apagaban. Estaba harto de dar tumbos por la vida y se había metido en un callejón sin salida del que sólo él mismo era responsable. Empezó con los psicofármacos, ansiolíticos, antidepresivos... que le desmembraban todavía más la vida, pero al menos le hacían dormir un poco mejor. Lo malo era cuando los mezclaba con alcohol.

     Decidió buscar otra vez trabajo. Quería cambiarse de piso y dar un nuevo viraje a su vida.

     Necesitaba vivir solo y para ello no había más remedio que trabajar en algo convencional.

     Volvió a rastrear las ofertas laborales de los periódicos, la oficina de empleo y algunas empresas de trabajo temporal, pero nada. Así estuvo varios meses. Una mañana se decidió a hacer caso de uno de los anuncios en el que se requerían personas con don de gentes. Estábamos tomando un té. En medio de una nube de humo de hachís conseguí convencerlo de que se presentara a la selección. Seguro que era para vender algo; no tenía mucha fe, pero hizo un esfuerzo y llamó por teléfono. Había miles de anuncios como ese, pero al final lo intentó. Le dejé mi teléfono móvil. Mirándome con una sonrisa inolvidable marco el número. Moduló la voz como si hubiera estado a punto interpretar un monólogo. Al día siguiente lo citaron para una entrevista de trabajo. Se vistió con una ropa adecuada y se dispuso a representar el papel de un hombre que quiere trabajar en algo serio. Le presté un traje de color azul oscuro y una camisa blanca. A la corbata se negó. Lo que más nos costó fue el cinturón. Ninguno de los dos tenía un cinturón apropiado, estilo agente de seguros o similar. Resolvimos el problema gracias a tienda de unos chinos. Le regalé un cinturón de empleado de la banca, el adecuado para el resto de ropa. Se quitó los pendientes, se rebozó con el traje y la apariencia de un hombre responsable. Tenía el papel aprendido. Solo faltaba interiorizarlo y para eso tenía el tiempo del viaje en autobús.

     Cuando el tío Wences llegó a la puerta del edificio de oficinas era un hombre diferente. Nada de ideas originales; eficacia, voluntariedad y diligencia, sin más excentricidades. Era un gran edificio de oficina con fachada acristalada. Subió en ascensor y pulsó el botón del octavo piso. Había tres personas delante de él para hacer la misma entrevista. Fueron pasando. Se quedó el último, sólo en la sala de espera. Las entrevistas duraron una media de 15 minutos. Tuvo que esperar casi una hora. Durante ese tiempo nadie pronunció ni una sola palabra. Los aspirantes se miraban a los ojos como escrutando alguna debilidad. El tío Wences era un hombre simpático, pero aquella mañana había perdido las ganas de decir nada. Estaba aburrido. La sala de espera era pequeña y estaba amueblada según el estilo de alguna revista de decoración. No le gustaba el color de las paredes ni el de los muebles. Sobre la mesa había un montón de revistas sobre economía. La literatura bursátil y la economía en general le producía nauseas. Se pasó todo el tiempo mirando al techo y examinando los zapatos de los hombres que esperaban como él. Fueron cayendo poco a poco.

     Tenía quince minutos para terminar de preparar la entrevista en su cabeza. A pesar de que no necesitó tranquilizarse porque no estaba nervioso, respiró hondo. Tomaba la entrevista como una actuación más, sólo que el despacho no era la escena de un café-teatro, ni el individuo que lo iba a entrevistar lo escucharía con la misma buena voluntad que su público. Era ya tarde y el edificio se estaba vaciando de personal.

     Siete minutos después de la hora prevista, la secretaria asomó la cabeza y pronunció su nombre completo, Wenceslao Robledo Verde. No la dejó terminar, se levantó y entró. En efecto, el tipo que lo esperaba era tal y como el tío Wences se ]0 había imaginado; perfectamente peinado con gomina, tenía cara de aburrido y hacía pequeños malabares con el bolígrafo. Lo aguardaba detrás de la mesa, sentado en un sillón de curo negro. Al llegar a la altura de su silla, el tío Wences dijo buenas tardes, pero no sonrió. No le apeteció. No le gustó el despacho, ni la situación, ni el tipo de la gomina, ni los malabares con el bolígrafo publicitario de la misma empresa. Debido a todo ello, el tío Wences se permitió el lujo de no sonreír. El tipo de la entrevista le tendió la mano desde su asiento, ni siquiera se levantó. Un acto clásico de mala educación sin importancia. Lo invitó a tomar asiento y el tío Wences ocupó la silla de cuero indicada. Encima de la mesa había un cartelito de aluminio dorado con el nombre del fantoche. Se llamaba Alberto Novo y era el director de recursos humanos según anunciaban el acrónimo. El tipo miró la lista, con poca discreción, siguió los nombres con su bolígrafo y se cercioró de que el aspirante se llamaba Wenceslao Robledo. El despacho era muy grande. La pared frontal, de un vidrio ahumado que dejaba ver toda la ciudad. Tras el gominoso había un paisaje urbano que ejerció su efecto balsámico en el tío Wences. Justo antes de empezar, la secretaria interrumpió el inicio de la entrevista. Asomó tímidamente la cabeza y le advirtió al jefe de Recursos Humanos que se marchaba ya. El tipo no contestó, sólo asintió con la cabeza sin más respuesta. La joven cerró la puerta con cuidado y se marchó dejando tras de sí el ritmo de sus tacones. El entrevistador recibió una llamada de teléfono, mientras hablaba y ordenaba sus papeles, el tío Wences pensaba que las nota musicales que dejaban los tacones de la secretaria por el pasillo eran como la ristra de mollitas de pan de Pulgarcito en el bosque.

     Después de preguntarle algunos datos personales, como el estado civil, experiencia laboral, etc. El director de Recursos Humanos valoró especialmente su trabajo como actor y malabarista. Era sorprendente que en un lugar así se tuviera en cuenta algo tan rocambolesco. De todos modos, tenía sentido, sobre todo si se trataba de un trabajo de comercial, que era lo que se imaginaba el tío Wences, aunque nadie se había molestado en decírselo. Cuando el tipo confirmó la edad del tío Wenceslao, en su cara de mamón empedernido se dibujó un pequeño gesto de contrariedad que acompañó con una frase:

-Tiene cincuenta años.

     Como no era una interrogación, sino una frase claramente afirmativa, el tío Wences no respondió. Permaneció en silencio, mirándolo a los ojos. Al parecer, hasta el momento, la edad era el único obstáculo que había encontrado aquel estúpido cuarentón con cara de putero. Pasaron unos segundos de silencio. Ya sabía el tío Wences que no iba a ser contratado y que tocaba escuchar la frase mágica; "muy bien, muchas gracias, tenemos sus datos, ya lo llamaremos". Pero no fue así. El tipo continuó con la entrevista y le preguntó si podía definir un objeto, después de hacer una pausa para mirar otra vez los papeles que tenía delante, en ese momento, el tipo dijo: "¿sería capaz de definir tornillo?". Era una pregunta divertida, porque desde pequeño, al tío Wences le había encantado el arte de definir objetos sencillos, así que procedió a dar una definición clara y breve. Resultó exitosa. Parecía que el trabajo estaba cerca:

     Le dijo que podía presentarse al día siguiente para empezar los cursos de formación iniciales. Bien, era una buena noticia, significaba que había conseguido lo que buscaba, aunque, ¿en qué consistía el trabajo exactamente? Hasta el momento, nadie había tenido la deferencia de decírselo. El tío Wences le preguntó al tipo de la gomina en qué consistía el trabajo, pero éste le respondió con evasivas y rodeos verborrégicos. Estas cosas solían molestar al tío Wences.

-Si no me dice en qué consiste el trabajo, yo no voy a ir a ningún sitio.- Dijo.

El entrevistador levantó una ceja,
- ¡Vaya!, no se me había dado el caso de que alguien rechazara un trabajo antes de empezar. Hay mucha gente que ha sido descartada y usted lo desprecia una vez que ha tenido la suerte de conseguirlo a pesar de su edad.
- ¿A pesar de mi edad?
-Sí, recuerde que tiene cincuenta años.
- ¿Y qué? ¿Cree que un hombre de cincuenta años es incapaz de trabajar?
- No.- Contestó después de un instante de silencio
-Entonces a qué viene recordar mi edad. Sé perfectamente cuantos años tengo. Y usted ¿Cuántos años tiene, señor director de Recursos Humanos?
-No creo que mi edad sea de su incumbencia.
-¿Usted puede preguntarme cuántos años tengo y yo no puedo preguntarle lo mismo a usted?
- No creo que estemos en la misma situación. Aquí soy yo el que hace la entrevista, el que decide su contratación o no ... en función de las características del aspirante.
- Ya, yo también decido si me interesa ser contratado o no, también en función de las características del trabajo y de la empresa. Y si usted valora mi edad, yo también puede valorar la suya.
- No es lo mismo.
- ¿Por qué?- Preguntó el tío Wences dejando escapar una pequeña sonrisa.
- Mire, me está usted cansando ya. Salga de mi despacho.
- ¿No está acostumbrado a que nadie le pregunté por qué?
- No es asunto suyo. No voy a seguir hablando con usted. Por favor salga de mi despacho ahora mismo.
- Ya me voy, pero antes de salir de aquí no me vaya quedar con las ganas de decirle lo que pienso de usted ... quizá tampoco esté acostumbrado a escuchar lo que los demás piensan de usted con sinceridad, y le vendrá bien...

     El director de Recursos Humanos se levantó de su sillón bastante harto de la conversación.

-No me interesa nada de lo que usted pueda decir. Márchese de una vez.
-Mi tío dio media vuelta, pero en ese momento giró la cabeza y le dijo.
- Señor director de Recursos Humanos, es usted un idiota.

     El tipo no sabía cómo reaccionar, estaba sorprendido. Le había llamado idiota en su propio despacho, el aspirante a un trabajo por el que suspiraban decenas de personas.

     El tipo estaba perdiendo lo nervios.

- Viene a suplicar un trabajo por el que suspiran decenas de personas y me llama idiota en mi propia casa... Váyase si no quiere que llame a seguridad y tenga que echarlo por las malas.
-A mí que haya mil personas suspirando por este supuesto trabajo me da lo mismo. Puede ponerse todo lo chulo que quiera, pero es usted un idiota.- Repitió el tío Wences mientras dirigía sus pasos a la salida del despacho.

     El tipo no salía de su asombro. Se levantó intentando imponer algo de respeto, pero fue inútil. El tío Wences le apuntó con su dedo índice y continuó su monólogo:

-Perdone, antes me he equivocado, usted no es un idiota, discúlpeme...
-Es un poco tarde para pedir disculpas, márchese.
-No me interrumpa. Decía que usted no es un idota, usted es sólo un pedazo de mierda, cree que puede ir intimidando a todo el mundo por estar a ese lado de la mesa de roble y meter su culo en un sillón tapizado con un derivado del petróleo. Ustedes, los tipos como tú, mejor dicho, necesitáis que alguien se os ponga delante y os diga la puta basura que sois.
-Voy a llamar a seguridad.- Contestó Alberto Novo, ya muy nervioso.
-Como si quiere llamar a su padre. Llame, vamos, corra, llame a todos los seguratas...

     El tipo estaba nervioso, en cambio, el tío Wences una tranquilidad desesperante, a solo un par de metros del elegante Alberto Novo, como un actor en una vieja película.

-Me está hartando-o Dijo el gominoso.

     Mi tío no le hacía ni el menor caso. Numerosas veces pulsó el botón conectado con la seguridad de la empresa, pero nadie contestaba. La secretaria se había marchado y el edificio estaba casi vacío ya. El tipo estaba cada vez más alterado y el tío Wences se crecía en su discurso. Como si el director de Recursos Humanos hubiera contenido todos los males del mundo. Cada palabra era un arpón de resentimiento, de fi-acaso ante la vida hasta que mi tío Wences decidió poner fin a la actuación. Quiso darse la vuelta y despedirse de aquel tipo gominoso mostrándole la espalda, esa parte del cuerpo que un actor nunca daría ni al peor de los públicos. Pero una vez más, la mala suerte asistió el gesto de mi tío Wences, porque al girarse, chocó contra una lámpara de pie que fue a caer sobre la mesa de Alberto Novo. La lámpara se hizo mil pedazos y estuvo a punto de darle en la cara. Para rematar la escena, el tío Wences le dio una patada a la papelera y todo su contenido saltó por los aires del despacho, un Big Bang de bolas de papel y restos de una pizza. Muy nervioso, con el pulso propio de un enfermo de Parkinson, Alberto Novo abrió un cajón de su mesa y sacó una pistola. Lo encañonó. El tío Wences no se asustó. Siguió insultándolo, riéndose en su propia cara:

-Pero, pequeño baboso, ahora pretendes asustarme con eso... ¿Vas a matarme?, ¿le has quitado el seguro? ¿Vas a quitarme de en medio porque te he llamado idiota, basura o pedazo de mierda?

     Estaba furioso, sudaba y empuñaba el arma con mucha fuerza. El tío Wences se acercó hasta que el cañón del arma, que se quedó a escasos centímetros de su cuerpo. Se desabrochó un botón de la camisa y le invitó a que disparara, en ese momento, le dio un manotazo y la pistola cayó al suelo. Al chocar contra el parqué, el arma se disparó. La bala fue a chocar contra el cristal de la pared de la fachada y produjo una gran grieta de varios metros. Alberto Novo y el tío Wences se enredaron en una pelea. El tipo iba al gimnasio, tenía mucha más fuerza que el actor frustrado, un hombre escuálido y débil. El sillón se fue al suelo, una de las patas chocó violentamente contra la cristalera. El tío Wences estaba recibiendo una paliza enorme. El gominoso no dejaba de soltar puñetazos a diestro y siniestro. El tio Wences estaba contra la cristalera, solo intentaba protegerse de aquellos puños que lo trituraban. La ridiculización había sido muy profunda y lo estaba pagando muy caro, pero la suerte cambió. El director de Recursos Humanos tropezó él solo con el sillón y perdió el equilibrio de tal modo que fue a golpear contra la parte más débil y dañada de la cristalera, ya debilitada por el disparo fortuito. La pared de cristal se rompió gracias al choque de una de las patas metálicas de su sillón giratorio que impactó por segunda vez en el mismo lugar del balazo. El cristal de abrió como una granada y el pesado cuerpo de Alberto Novo calló sobre la fractura del vidrio para hacerlo mil pedazos. El tipo se precipitó a la calle sin remedio. Fue un hecho inaudito, porque el vidrio estaba preparado para resistir todo tipo de golpes, pero quizá un defecto de fabricación, el disparo, o una remota casualidad produjo el incidente trágico que le costó la vida al responsable de Recursos Humanos. En ese momento el tío Wences recordó el número de piso que había tenido que pulsar en el ascensor. Se asustó bastante. Allá abajo, sobre el pavimento de la calle, el director de RR.HH estaría ya muerto en medio de un gran charco de sangre cortejado por cientos de astillas del cristal. Nadie sobrevive a una caída desde un octavo piso, pensó. El tío Wences no quiso mirar hacia abajo. Había que salir del despacho si no quería pagar las consecuencias de lo que había sido un accidente. Pronto se escucharon las sirenas de la ambulancia la policía. Eran ya más de las nueve.

     Wences salió por la puerta de emergencia. La suerte quiso que nadie lo viera. Estaba herido: un hilo de sangre delataba su huída. Invirtió la poca fuerza que le quedaba en bajar las escaleras, escapar y alejarse del edificio por calles secundarias.

     No obstante, sería fácil dar con él. La policía investigaría y encontraría sus datos. El tío

     Wences no creía en los bancos, llevaba encima todos sus ahorros, 189 euros reservados para imprevistos. Decidió que este iba a ser un imprevisto suficiente como para invertirlos sin remedio.

     Pronto se recuperó de los golpes, contusiones y algún corte superficial. Las heridas cicatrizarían en pocos días. Aquella misma noche se buscó un nuevo lugar de alojamiento. Pensó que lo mejor era mantenerme al margen de problemas, de modo que yo no supe nada hasta que no pasaron bastantes semanas. Mi tío era enemigo de compartir los problemas, en cambio, cuando tenía buenas noticias, yo las recibía el primero. Tenía el don de contagiar la alegría, como si hubiéramos estado siempre unidos mediante un superconductor de la felicidad.

     El tío Wences buscó una pensión. Encontró un alojamiento cerca de la estación de ferrocarril. Era bastante sucio, viejo y desagradable, pero costaba ocho euros la noche, justo lo que podía pagar. Tocó el timbre de la pensión, le abrieron después de esperar un buen rato. Un viejo de más de ochenta años con camiseta de tirantes y largos pelos en el sobaco lo recibió. Era antipático y bastante desagradable. Tenía Parkinson: le temblaba el pulso. Le dijo que había que pagar por adelantado. Aunque no le pidió el ningún documento de identificación, el viejo le preguntó el nombre, mi tío le dijo que se llamaba Wences, es decir, Wenceslao Robledo; un error importante, pero típico de los que no están acostumbrados a huir de la policía. El viejo lo acompañó a su habitación. En el suelo había una moqueta bastante sucia que se desprendía del suelo cuando la pisabas. Le dejó la llave y le explicó cómo se abría la puerta. Necesitaba de cierta habilidad para encontrar el punto exacto en el que la cerradura cedía. El propietario de la pensión se marchó a ver la TV.
     Al día siguiente, mi tío Wences se levantó antes del amanecer como era su costumbre. Hizo los ejercicios prescritos para actores que no quieren perder sus facultades y estuvo mirando un buen rato por la ventana del patio de luces. El viejo ya se había levantado. Antes de las ocho tocaron a la puerta; eran dos voces distintas. Dos policías preguntaron por Wenceslao Robledo Verde. El viejo dijo que con ese nombre no había ningún huésped mientras sacaba el sucio libro de registro. Estuvieron consultando las fichas de alojamiento. El anciano sabía cómo tratar a los policías. Demostró no saber nada, de todos modos, los invitó a pasar y registrar en todas las habitaciones, pero a los agentes no les apeteció invertir más tiempo en aquella mugrienta pensión. Luego les recalcó que él pedía el DNI a todo el mundo y que no se fiaba de nadie. Los polis se marcharon en seguida y el viejo continuó viendo la TV. Al rato tocó en la puerta de la habitación de mi tío. El tío Wences le dijo que sabía lo de la policía porque había estado escuchando.

     -Bueno, ahora haga lo que quiera, pero le advierto que este se ha convertido en el lugar más seguro del mundo para usted, así que yo no saldría de aquí en su lugar. No sé lo que ha hecho, pero no creo que este sitio sea peor que la comisaría. Se lo digo por experiencia- Le advirtió el viejo.

     El tío Wences asintió con la cabeza, el viejo llevaba razón. Pasaron casi diez días y los 189 euros ya casi habían dejado de existir, así que mi tio Wences tuvo que salir de la pensión. Al despedirse del viejo, le preguntó por qué no había revelado su nombre a la policía. Fue la única vez que vio sonreír al aciano tembloroso y antipático, sólo una sonrisa sardónica.

     -No me interesa perder clientes. Necesito los ocho euros de cada habitación. No ganaba nada con que a usted se lo hubiera llevado la policía. Dejó de sonreír casi instantáneamente y se metió en su agujero para continuar viendo la tv.

     El tío Weces salió a la calle. No tenía nada, así que no le quedó más remedio que ponerse a hacer juegos malabares en la calle para sacar algunos céntimos de euro. Esa misma tarde la policía le pidió que se identificara. Fue detenido. Primero lo acusaron del homicidio y luego del asesinato de Alberto Novo. No consiguieron sacarle ni una palabra, ni en la comisaría, ni el juzgado, ni siquiera su propia abogada de oficio. El tío Wences no pronunció ni una sola palabra, ni siquiera en el juicio; no le importaba permanecer en la cárcel. Sabía perfectamente que nadie creería la verdad de los hechos. La víctima tenía mucho de agresor y había caído accidentalmente a la calle, pero era indemostrable. El tío Wences nunca quiso matar a nadie.

     La anomia se apoderó del tío Wences: la verdad era un experimento con lo creíble. Si la verdad no es verosímil se convierte en una experiencia onírica de la que el mismo protagonista duda. La realidad se abre camino sólo como un mensaje correcto y deseable; es la realidad verosímil y también una de las peores mentiras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario